jueves, julio 14, 2011

Menáge à quatre

Las naves a la deriva,
las jarcias tejiendo el viento,
bravas las olas, violento
el tsunami en la saliva.
Carne ligera de estiba
ayuntando a barlovento,
beso que inaugura un ciento
(cero abajo, cero arriba).
Mar que empapa el amor, mar
cómplice de este revuelo
de espumas blancas, mar
lujurioso, mar en celo,
menáge à quatre al contar
dos cuerpos, un mar y un cielo.

viernes, julio 08, 2011

La calentura del celuloide VII: Las cataratas del diablo

Kiss, kiss me... Say you miss, miss me... sonaba a modo de consigna la melodía del viejo vinilo que igual encandilaba a Marilyn Monroe que azoraba a Joseph Cotten, el matrimonio Loomis, aquellos días de 1953 que vivieron peligrosamente al pie de las cataratas del Niágara dejándose manipular por los hilos que movía Henry Hathaway con sobrada destreza, aquellos postreros días de sus vidas... Sin embargo, las atenciones dictadas por el estribillo que una vez tañeron las campanas de la torre de Niagara Falls no eran aplicadas por la señora Loomis en nombre del amor hacia su esposo y, peor aún, él tenía conocimiento de ello. La señora Loomis se beneficiaba a un joven tarambana, quien probablemente no hubiese sido el primer amante de su lista pero en alguna parte estaba escrito con pintalabios en carmín De Luxe que habría de ser el último. Todo ello al desamparo de una madre naturaleza en Cinemascope vestida de gala para la ocasión, luciendo sus mejores joyas y los más cálidos tonos azulados. Es así como la acechante presencia de un paisaje tan conspicuo como agresivo confiere a la película una identificación ininterrumpida de contrarios, verbigracia la placidez del arco iris frente a las arremetidas de la catarata, las ordenadas manifestaciones naturales frente a la debacle entrópica de los actos humanos, la belleza frente a la tragedia, el tedioso fluir de la vida frente a la redención en brazos de la muerte o el pronunciado contraste entre los dos personajes femeninos protagonistas: la prudencia y el recato de la señora Cutler (Jean Peters), testigo accidental del deterioro del matrimonio vecino, frente a la olla a presión de descaro, sofisticación, riesgo y carnalidad de la señora Loomis, carácter al que la Monroe dota de un realismo atroz que roza la perfección de la ley natural que la envuelve.

Desde las primeras gotas de Niágara, que son como el principio bíblico de los tiempos cuando Dios creó el agua y las montañas, la campiña y la naturaleza bullente, al hombre errático por el Paraíso y, al ver que no era bueno que estuviese solo, de una costilla suya, con un pellizco de barro y un hálito mágico, a la mujer que lo echó todo a perder, desde el principio del filme, decía, la mujer, es decir Marilyn y solo ella, se muestra como el objeto acuciante del pecado, el reptil infausto del Edén, la tentación que antes de vivir arriba existió en la cama contigua, sin hojas de parra ni pudores que aderezar, cubierta apenas su exuberante y sediciosa desnudez por una sábana semitransparente de blanco impoluto que hace el juego en tecnicolor a la vívida negrura de su alma. Y cuando no revolotea desnuda, ya sea en el lecho o bajo la ducha, eso sí, sin que un solo cabello de la fronda de su peinado se descomponga y sin perder el furioso e incitante rojo pasión de su sonrisa, exhibe aquí y allá una pródiga galería de vestidos ceñidos al talle que ninguna otra Eva podría haberse enfundado jamás. Redoble de temblores. Por no hablar de ese afectado y peculiar contoneo a tacón recortado, según la leyenda que acompaña al mito de carne y hueso (mucha más carne que hueso en este caso), que traza curvas en el aire que escapan a los contenidos de la matemática mundana del observador, sugiriendo una extensa galería de formas redundantes de balanceo isócrono, una serpentine performance según el entonces crítico del New York Herald Tribune. Hathaway, sin embargo, atribuye la estética del vaivén de las caderas de la Monroe simplemente a la altura de los tacones que calzaba, la irregularidad del firme del puente en que se rodó la escena y a la angostura extrema de la falda que apresaba el anca de la diva en una jaula de algodón. Sea como fuere, ese narcisista caminar cámara en popa, largamente sostenido con indolencia, descontrola los ritmos de salivación y desafía a muerte las buenas maneras de las geometrías del espaciotiempo.

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