jueves, agosto 04, 2011

La calentura del celuloide VIII: Verano del 52

El verano de 1952 fue, gracias al realizador sueco Ingmar Bergman, Un verano con Mónica o un verano en el archipiélago de Estocolmo al cobijo de una lancha con Harriet Andersson en punto de fusión a su veintena, que tanto monta. Fue un verano en blanco y negro expuesto al sonido perenne del agua rezumando por las rocas y al salto olímpico de las hormonas adolescentes desde el trampolín de la promiscuidad, un triple inmortal con tirabuzones. Harry y Mónica entregados a la experiencia vital de descubrir el mundo sin relojes ni complejos ni prisas ni humillaciones, apremiados en exclusiva por la urgencia de escapar de sus mayores, del angustioso silencio del hogar de uno y el bullicio insolente del universo familiar de la otra, del oscuro horizonte que el hermetismo del sistema socioeconómico reservaba a los inadaptados de palabra, obra y omisión.

El protagonista absoluto de esta desventura es Mónica, el complejo personaje desarrollado por Harriet Andersson, a quien Bergman calificó como uno de esos genios cinematográficos de los que uno solo encuentra algunos raros ejemplares resplandecientes en los tortuosos caminos de la jungla cinematográfica. Mónica representa todo el desánimo que la clase menos pudiente es capaz de depositar en un futuro incierto, toda la desilusión y aquella manipulación inconsciente que en forma de rebeldía explora nuevos caminos en una fuga suicida hacia el sol magnífico del verano. Bergman cocina a fuego lento los tiempos del drama y dibuja con tiralíneas de precisión el desenlace de la historia, mostrándonos poco a poco el apetitoso cuerpo de la actriz en aproximaciones sucesivas a su desnudez absoluta, tentación como telaraña en la que caerá irremisiblemente atrapado Harry (Lars Ekborg) para su pronta desgracia. Del suéter ceñido al cuello, opresor de unos abultados pechos suplicantes por la libertad condicional, al reclamo de una galería de escotes pronunciados y de unas piernas bajo unas medias de encaje que son lentamente reveladas al desgaire; del monótono uniforme de ciudadana convencional a la concesión carnal hecha a las exigencias estivales, el sueco va deshojando pacientemente la margarita hasta que llega el esperado momento primero de la revelación en que la chica se despoja de la ropa ante el chico, el momento de exhibir el cuerpo completamente desnudo de la actriz descendiendo por las rocas hacia la costa, hacia la pequeña poza en que chapotea como una niña que nunca hubiese visto el mar cimbrando el busto con cierta afectación infantil de día de estreno.

Habida cuenta del interés que esta película despertó entre la generación de jóvenes cineastas de la Nouvelle Vague, es más que sospechable el poderoso influjo que pudo ejercer en Los 400 golpes de Truffaut y en el cine de Godard, quien llegó a referirse a Bergman como el cineasta del instante. Su cámara busca una sola cosa: atrapar el segundo presente en lo que tiene de más fugaz y profundizar en él para otorgarle un valor de eternidad. Hay que ver Un verano con Mónica siquiera por esos minutos extraordinarios en los que Harriet Andersson, antes de volver a acostarse con un tipo al que ha abandonado, mira fijamente a la cámara, sus ojos risueños anegados de angustia, tomando al espectador por testigo del desprecio que siente por sí misma al preferir involuntariamente el infierno en lugar del cielo. Es el plano más triste de la historia del cine. Ese plano de la penúltima bobina de la cinta a que hace alusión Godard merece un sitial en el museo de la memoria cinematográfica del siglo XX por escalofriante, por turbador, por inquisidor, porque vapulea las conciencias sin atenuantes, porque la demoledora mirada a cámara de Mónica nos hace juez y parte de su destino durante una eternidad que dura escasos segundos, porque Bergman lo oscurece para interrogarnos en la intimidad, desde el otro lado de las pupilas de la protagonista, sobre la moralidad de sus planteamientos y la inmadurez de su forma de proceder. Mónica abandona a su familia por segunda vez, ahora a Harry y al retoño que de él concibió en alguno de sus escarceos playeros, a su nueva familia, para emprender un último viaje hacia su País de las Maravillas sin boleto de vuelta. Y el padre permanece con el bebé y añora a la madre, y cada instante de su nueva condición le trae a la mente los recuerdos de una época anterior sin ataduras vitales, más libre y más feliz, cuando Mónica seducía al sol con su exuberante juventud y coqueteaba con el agua salada ofreciéndole su cuerpo desnudo como prenda de una alianza de purificación que hizo temblar los pilares de la tierra yerma.


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