domingo, diciembre 22, 2013

Feliz Navidad 2013

Que la estrella de Belén
os ilumine -almas puras-
noches de blanco satén
y veladas de lecturas,
hasta que en ella también
nos claven tasas y usuras
y más nos valga, maifrén,
apañárnoslas a oscuras.






viernes, diciembre 13, 2013

Madiba


Almirante de causas primordiales,
Nelson sin Lord, patriota sin bandera,
corazón atrapado en la frontera
de un vil certificado de penales.
En su tablero juegan negra y blanca
a armar de paz un mundo pervertido, 
soñó la libertad y aunó el latido
de un país entero en mesa franca.
Capitán de una voz, de un color mismo,
de una misma emoción antes furtiva,
olvidó el oprobio en el ostracismo
de su celda, rama de ébano viva,
alma invicta en las sombras del abismo,
Tata Mandela, farewell Madiba.



miércoles, diciembre 11, 2013

Algunos placeres y pesadumbres del método "cinetífico"



La lista de científicos que el cine ha dado en brindarnos es extensa: pirados, malévolos, criminales, ingenuos, desequilibrados, sabios, torpes, obsesos... Desde ratas de laboratorio que consumen sus horas entre bisturíes, pócimas o circuitos (Walter White incluido, alias Heisenberg, en ese derroche de imaginación y talento narrativo que es Breaking Bad), algunas de ellas luego reconvertidas a superhéroes, hasta asesores de estado o espías portadores de una valiosa fórmula secreta, todos caminan (salvo Strangelove) con el peso a cuestas de sus excentricidades. Lo admitió −y lo edulcoró después con un latinajo de color optimista− el actor Rip Torn en el filme de Nicolas Roeg El hombre que cayó a la Tierra: 

Soy el típico cliché: un científico desilusionado. Como el escritor cínico, el actor alcohólico y el astronauta ido. Un hombre como usted no comprendería a un tipo como yo [...] De todas formas, per ardua ad astra [...] Es latín [...] A pesar de las dificultades, hasta las estrellas.

No miente (más bien diría entibia la realidad) el ingeniero. Y, salvo honrosas (y escasas) excepciones, esta es la visión que el cine comercial acostumbra ofrecer de la personalidad, la actitud, la ética y la estética del científico. En estas líneas me ocuparé de traer a la luz algunas referencias cinetíficas en un contexto meramente tangencial o testimonial, ajeno en principio a cualquier trama o argumento que pudiera guardar alguna relación directa con la actividad científica, cuando es únicamente el chascarrillo, el sarcasmo, la barbarie o la metáfora lo que impera (mucha más información a este respecto puede encontrarse en La cuadratura del celuloide). Una buena prueba de ello la encontramos, por ejemplo, en el siguiente fragmento de uno de los desopilantes diálogos que pueblan el “tragicómico” (en el sentido más griego del término) recorrido de la Poderosa Afrodita de Woody Allen (1995) por las calles de Nueva York:

−El hermano de mi padre dicen que era un genio. Yo no lo conocí, pero decían que era listísimo.
−¿En serio? ¿A qué se dedicaba?
−Era un psicópata violador. Se pasó la vida en la cárcel, pero si hubiera estado cuerdo habría sido muy bueno en matemáticas. 

Lástima, porque "uncle Rapist" apuntaba maneras. Ciertamente. Pocas veces la ciencia, exacta o no, ha tenido que enfrentarse en la pantalla con una pregunta tan directa y una contestación tan impostada como en el caso de Asesinato en la terraza (Penthouse, W. S. Van Dyke, 1933); más concretamente cuando, apenas comenzado el filme, el gánster Toni Gazotti (Nat Pendleton) interroga de esta guisa al abogado Jack Durant (Warner Baxter), que recién acaba de redimirlo de las acechantes sombras del presidio: Mis chicos han pasado su vida por una criba. Sé qué nota obtuvo en álgebra en Saint John. Dígame... ¿qué es el álgebra? Así de expeditivo el maleante. Sin previo aviso, ni más preámbulos, ni motivos, ni anestesia. Como un balazo a bocajarro del calibre 44. Todo para acabar recibiendo por única respuesta −lejos del sonrisueño see you later, Tony que zanja la cuestión en la versión original, haciendo caso omiso de los requerimientos de su interlocutor al escamotear hábilmente la cuestión−, la siguiente moraleja: Una tontería, Tony. La sublevación consciente de la traducción, los desmanes del doblaje. ¿Qué si no? Incluso los tortuosos senderos de la dipsomanía han venido a dar, de entre todos los delirios posibles, con aquellos que convierten la matemática en poesía (y viceversa), tal era el universo del polifacético matemático (y también poeta) del Mundo Antiguo Omar Khayyam. La protagonista es ahora Shirley MacLaine, esplendorosa en su prístina embriaguez, a un tris de sucumbir −como tantas mujeres antes y tantas después de ella− a los encantos varoniles de Dean Martin, al hilo esta vez de un sugerente baile doméstico regado con abundante champán. La prueba de lo que digo puede encontrarse en la desenfadada comedia Todo en una noche (Joseph Anthony, 1961):

"Un trozo de pan, un jarro de vino, y tú y yo juntos sonriendo al destino". ¿A que no sabe que es uno de los poemas más bellos que escribió su tío? ¿O no fue su tío? No, fue Khayyam. Omar Khayyam. Nacido en el 57 y muerto en 1906... No, me parece que eso fue el incendio de Chicago... No lo sé. Como no estoy de servicio...

Relacionado asimismo con los excesos en la bebida transita, bien que en este caso desde una perspectiva bastante más dramática, Freddie Quell, el personaje interpretado por Joaquin Phoenix en The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial devastado por las secuelas irreversibles de la contienda, por sus dificultades para reingresar exitosamente en la sociedad civil, por sus deficiencias de comunicación y por el exceso en la ingesta de alcohol; un veterano de la marina inadaptado y obsesionado con el sexo que no duda en afirmar, frente al todopoderoso Lancaster Dodd, el Gran Maestro de la Causa (soberbio Philip Seymour Hoffman en el rol del carismático líder), tener mentalidad científica. Dodd −escritor, filósofo, médico y físico nuclear de entre las ocupaciones que él mismo se atribuye− se engalla de fundamentar los postulados de su doctrina en discutibles argumentos científicos, como el malparado John More (Christopher Evan Welch) se empeña en evidenciar públicamente durante el transcurso de una fiesta de la alta sociedad: ciencia vacua, psicologismo de bolsillo, conocimiento desprovisto de pedigrí; ramalazos de pseudociencia que, desde la premisa de que múltiples vidas nos aguardan después de las ya vividas, apuntan a hacer desvanecer los traumas del pasado de sus prosélitos mediante la invocación de dudosas técnicas relacionadas con la sugestión y el hipnotismo. Sin embargo, la cosa no acabó de marchar bien con Freddie... Como resumen, una frase extraída de los propios diálogos del filme: Por definición, la propia ciencia admite las diferencias de opinión: si no, estarás abocado a la voluntad de un solo hombre, es decir, a la base del culto. Apenas tres años antes ya habíamos aprendido de Willem Dafoe, el terapeuta de Anticristo (Lars von Trier, 2009) −¿o era propiamente von Trier el terapeuta?− que las obsesiones nunca se materializan: es un hecho científico [...] Es como la hipnosis: no pueden hipnotizarte si para hacer cosas que normalmente no harías, cosas que van contra tu naturaleza. ¿Me comprendes? Pues la verdad es que no del todo, estimado doctor Dafoe. ¿O acaso hay quien pueda presumir de comprender, siquiera mínimamente, el intrincado enredijo de conexiones que soporta la mente humana? No es muy ajena esta idea, en el fondo, al origen de las vicisitudes espaciotemporales experimentadas por Jennie (William Dieterle, 1948) −radiante Jennifer Jones, fantasmática y tangible a un tiempo, tan cercana como inabarcable, niña y mujer a caballo entre dos mundos, de carne y hueso o alma de lienzo, en color y en blanco y negro, musa espiritual de la persona e inspiradora del artista: Joseph Cotten−. El filme arranca desde las alturas, registrando un cielo convulso y una afianzada voz en off que cita a Eurípides y a John Keats, alertándonos de que pudiésemos estar confundiendo vida y muerte, pasado y futuro, equivocando la inexorable ruta del tiempo. Luego de ello, prolongando la obertura celestial hasta conectar el discurso metafísico-romántico-poético-trascendental con el ramal de la ciencia, continúa pontificando así la voz, desde algún punto interior al polígono delimitado por Borges, el mito nietzscheano del eterno retorno, Einstein y el eternalismo:

[...] los científicos afirman que nada muere, sino solo cambia; que el mismo tiempo no pasa, sino gira a nuestro alrededor; que el pasado y el futuro están juntos, a nuestro lado, por siempre.


Esta entrada participa en la VIII Edición del Carnaval de Humanidades, cuyo blog anfitrión es ::ZTFNews

  



martes, diciembre 10, 2013

Lo que la verdad esconde



Los caminos de la verdad son inescrutables. Al menos, si no, es ese el principio que a media travesía entre la prosa evangélica y la doctrina filosófica− deja entre ver el discurso narrativo de La noche del demonio (Curse of the demon, Jacques Tourneur, 1957), al enfrentar la obstinación científica del doctor John Holden, interpretado por un austero Dana Andrews −quien, para romper el maleficio que tradicionalmente ha pesado como una lápida sobre la consideración estética del estereotipo, se aviene a prestar su distinguida apariencia al oficio; y es que no todos los científicos llevan gafas, como él mismo apunta con socarronería en un momento de la cinta−, con las controvertidas dotes paranormales del doctor Julian Karswell (Niall MacGinnis); al oponer el rigor (casi mortis) de los unos frente a la enraizada superstición de los otros, la inteligibilidad del razonamiento científico frente a la impenetrabilidad de los cultos satánicos y la objetividad frente a la superchería, en su denodado empeño por descubrir (a tiempo) todo lo que la esquiva verdad esconde. El primer posicionamiento «heterodoxo» al hilo de los acontecimientos (respecto de la rectitud que se presupone al camino trazado por los procedimientos de la ciencia) cobra vida entre los labios del profesor Mark O'Brien (Liam Redmond),1 uno de los colegas de Helen en Londres, quien, como aguerrido profeta en su tierra en vísperas del juicio final, adopta el siguiente enfoque epistemológico −una suerte de planteamiento «transcientífico» que oscila entre lo premonitorio y lo agorero− al cabo de un interesante debate en el que se enfrasca con Holden en defensa del factor parapsicológico:

Yo también soy científico, doctor Holden. Conozco el valor de La Luz fría de la razón, pero también conozco las sombras profundas que produce la luz, las sombras que ciegan a hombre frente a la verdad.

O'Brien, temeroso del emergente poder invisible de las fuerzas ocultas e inopinado defensor de las cada vez más terribles argumentaciones que, desde las tinieblas de la duda, conducen a querer desentrañar todo aquello que resulta inexplicable desde cualquier perspectiva racionalista, continúa cuestionando con tenacidad los métodos tradicionales de la ciencia frente al hermetismo dogmático que exhibe Holden:

−O'Brien, ¿no piensa que el escepticismo es la actitud científica?
−A veces.
−Todos los buenos científicos son prácticos. En otras palabras: siempre se debería decir «demuéstralo».
 −¿Y cuando se lo demuestran?
−Entonces lo compruebo.

Es este el modo en que la evidencia científica comienza a rivalizar en el cerebro de O'Brien con la posibilidad cada vez más tangible del triunfo de lo paranormal o lo sobrenatural; al mismo tiempo el doctor Karswell, carismático líder de una enigmática secta de adoradores del diablo, mitad mago circense mitad sacerdote del maligno, ironiza con Holden al respecto de la actitud en extremo ventajista que, a su entender, el científico acostumbra adoptar frente al universo de lo desconocido o de lo inexplicable, en contraposición con la que cabría esperar fuese la principal de sus herramientas de trabajo: el ejercicio investigador, auténtico motor del conocimiento y del avance científicos, ergo de modernización y progreso de la sociedad (a pesar de que, de un tiempo a esta parte, desde los abstrusos laberintos de la política la opinión oficial no parezca ser la misma):

−¿Cómo sabía que estaba aquí?
−¡Oh! Los científicos, cuando no saben explicar alguna cosa de otra manera, lo llaman pura coincidencia. Digamos que es una coincidencia.
−Pero los científicos deben de tener una mente abierta.
−Y para eso está la investigación.

El insistente regusto que, en el ámbito del filme, perdura tras esta intensa pugna por el esclarecimiento de la más oportuna de las vías (ya sea científica o extracientífica) para desenmascarar lo que de cierto hay al cabo de los hechos, entronca vívida y sutilmente con el ambiguo parecer que se oculta detrás del mensaje «todo es posible» que, como David Torres pusiera en boca del personaje protagonista de su novela El gran silencio, se postula como uno de los principios de la ciencia moderna. Otras películas de la época dorada del cine, algunas incluso bien anteriores a la de Tourneur, han construido su trama sobre esta rivalidad atávica, tan antigua como la humanidad, que enfrenta a la ciencia contra la fe, las creencias tribales o la superstición, si bien en ninguna de ellas encuentro, en este aspecto, la explicated y la hondura psicológica y profesional de la que nos trae en estas líneas. Un buen ejemplo lo constituye La isla de la muerte (The isle of the dead, Mark Robson, 1945), filme en el que la «debilidad» que exhibe el doctor Drossos (Ernst Deutsch) al elevar a los dioses −que son más poderosos que mi ciencia, dice− su plegaria ante el poder devastador de la epidemia que se cierne sobre la isla, se opone al firme escepticismo que esgrime el general Pherides (Boris Karloff): solo deposito fe en lo que puedo sentir, ver, y en las cosas que conozco. El propio Tourneur ya había ensayado previamente con la dicotomía científico-teológica en Estrellas en mi corona (Stars in my crown, 1950), un western nada convencional que enfrenta los posicionamientos del predicador Joshua Grey (Joel McCrea) y del joven doctor Harris (James Mitchell) ante la proliferación de una mortífera epidemia de fiebres tifoideas. Dicho sea de paso, existe un filme mucho más reciente en el que un periodista free lance norteamericano, interpretado por Jude Law, insinúa ante las cámaras la ley matemática que rige la propagación de un virus letal por todo el mundo. La película dio en titularse Contagio (Contagion, Steven Soderbergh, 2011), y la cita a la que me refiero es la siguiente:    

Dígales lo que significa realmente una RO-D2, doctor Cheever. Enséñeles matemáticas [...] El día uno lo tenían dos personas, y luego cuatro, y luego dieciséis... Y cree que lo tiene controlado, pero luego doscientas cincuenta y seis, y luego sesenta y cinco mil, y se ve completamente desbordado... En treinta pasos hay mil millones de enfermos... Tres meses... Es un cálculo que se puede hacer en una servilleta.

En efecto: un pliegue de cualquier servilleta habría bastado para contener la fórmula que oculta el discurso, pues lo que el periodista está describiendo dramáticamente son los primeros términos de la secuencia 2^(2^(n-1))donde n indica el día en que se está llevando a cabo el recuento de infectados.2 El apego de Jacques Tourneur por la ciencia, tal como pareciera desprenderse de algunos de los apuntes anteriores, rebasa ciertamente el terreno de la presunción y se convierte en hecho constatable si uno atiende a lo que él mismo señala, especialmente cuando se refiere a su padre Maurice en los siguientes términos:

Él era un apasionado de la investigación científica, médica y filosófica. Tenía una biblioteca increíble y seguía muy de cerca todos los descubrimientos relacionados con el psicoanálisis. A través de él descubrí a Freud, Jung, Adler y Havelock Ellis. Nunca leí novelas; solamente ensayos, textos científicos. Son mucho más interesantes. Ya andaba yo fascinado por el cine en la época en que mi padre me compraba mis historias a diez dólares cada una. En aquel momento él era un realizador muy importante en América.

No difieren mucho, según lo expuesto, los procedimientos propios de la ciencia de los desarrollados por los mecanismos y agentes valedores de la justicia: en definitiva se trata, en ambos casos, de elaborar un compendio suficiente de argumentos, razonamientos y justificaciones de la más diversa índole, que aglutina un amplio espectro en el que conviven desde las pruebas teóricas (que son las propias de los teoremas que articulan las ciencias exactas); las clínicas (en favor de los diagnósticos de la medicina, a pesar de que todo el mundo sabe que de la ciencia médica hay que fiarse poco más o menos lo mismo que de las estadísticas, según puede leerse en El asesino hipocondríaco de Juan Jacinto Muñoz Rengel); o las empíricas (para cumplir con las ciencias experimentales), hasta las pruebas documentales (en el marco del derecho); las policiales (tal es el caso, por ejemplo, de las pruebas balísticas, como tantas y tantas películas han venido a reflejar: No fallan las matemáticas. Por lo que concierne a la Policía este caso está cerrado3); o las testimoniales (en el ámbito de la judicatura: y por un momento envidio esa matemática siniestra de los procedimientos judiciales, que se dice muy al caso en Y punto., la primera novela de Mercedes Castro); pruebas, en todo caso, concebidas todas ellas para forjar inequívocamente el baluarte definitivo que ha de proteger y dar crédito a la realidad que subyace a los acontecimientos y desvelar aquello que la verdad esconde. 


1Curiosamente Redmond, al igual que MacGinnis, era irlandés; nacidos ambos el mismo año y estudiantes los dos de medicina antes que actores. El segundo, sin ir más lejos, llegó a ejercer como cirujano de la Armada Real británica durante la Segunda Guerra Mundial

2En efecto: la secuencia parte de dos infectados el día que comienza el recuento (n=1), predice que habrá 4 el día siguiente (n=2), 16 el tercer día (n=3), y así sucesivamente. Al cabo de cuatro días (n=4) se prevén 2^8=256 infectados, mientras que después de cinco días (n=5) el número de contagios habrá ascendido hasta los 2^16=65536. Antes incluso de haber alcanzado el sexto día (es decir, n=6, luego 2^32 contagios) se llegará a 2^30= 1073741824 enfermos (un número de enfermos superior a los mil millones, que es la cantidad aproximada a la que se refiere el periodista cuando habla de 30 pasos)

3De este modo relaciona el detective Clark (Richard Donovan) la evidencia arrojada por el examen balístico con el autor indubitable de los asesinatos que acaecen en Sin sombras de sospecha (The unsuspected, Michael Curtiz, 1947)  






lunes, diciembre 02, 2013

La calentura del celuloide XV: Mulholland Lynch


Mulholland drive (David Lynch, 2001) es −en lo tocante a la figuración lynchiana de dos universos que, a distancia conveniente de la realidad, progresan paralelos a la fantasía y el deseo, respectivamente− el conjunto complementario de Carretera perdida. Con estructura e incluso caracteres análogos, lo que en esta última estaba nítidamente diseñado con trazos caligráficos de subjetividad masculina abre paso en Mulholland drive a una cinta de Möbius más compleja y retorcida, si cabe, donde la perspectiva dominante se torna netamente femenina. El filme gira en torno a dos compartimentos mentales bien diferenciados, a cuya distinción contribuye no solamente la mutación de los roles y los nombres de los protagonistas, a pesar de que los actores sean los mismos, sino también de modo muy significativo los aspectos técnicos que conciernen a la orquestación, la puesta en escena, la iluminación y el montaje. Al primero de los compartimentos (que se corresponde con la primera mitad del filme) se accede al abrirse la escotilla de la recreación ilusoria promovida por la fantasía de Diane (Naomi Watts) quien, atrapada en una vorágine autodestructiva que viene desencadenada por el deseo amatorio insatisfecho de que se ocupa la segunda mitad de la narración, reescribe con la pluma de su estima maltrecha una historia obsesiva en la que ella ha de salir vencedora y los que se interpusieron en su camino castigados: un idílico paisaje freudiano en el que ella ha de encontrar el hueco oportuno para cenar con su ego y hacer triunfar así la pasión que la envenena y la arrastra hacia la dominante y déspota personalidad de Camila (Laura Harring). De este modo Diane consigue resarcirse del cortocircuito anacrónico que gobierna su espíritu en la segunda parte del filme y alcanzar esa flor del deseo que allí le es negada. Es así que inventa un accidente de tráfico que, paradójicamente, salva la vida a Camila aunque le provoca una fuerte amnesia temporal. Deambula, sin poder recordar quién es, de dónde viene y aún menos lo que ha sucedido, hasta llegar a un complejo residencial en que es amablemente alojada. A la mañana siguiente aterriza en Los Ángeles Betty (que es también Naomi Watts, imagen ilusoria de la propia Diane), la sobrina de la propietaria del inmueble, que cuando se dispone a instalarse se encuentra con Rita (nombre que la accidentada decide adoptar tras descubrir en una pared un cartel publicitario de Gilda). Pronto se hacen buenas amigas y Betty/Diane decide asistir a Rita/Camila en su perseverante lucha por desentrañar el misterio en que deviene cualquier pasado olvidado y cualquier futuro incierto. Este objetivo común desarrolla vínculos afectivos cada vez más acentuados entre ellas, tal como Diane habría deseado que hubiese sucedido, llegando incluso a adentrarlas subrepticiamente por un estrecho resquicio de realidad, al modo de un espejo inverso de Alicia, que las guía a contemplar la muerte de esta, si bien el colapso que el choque entre fantasía y realidad genera hace imposible la identificación del cadáver. Los sentimientos que afloran y crecen entre ambas van llevando la película en volandas hacia su clímax, hacia ese momento que la fantasía reparadora de Diane ha cocinado meticulosamente, hacia el triunfo providencial del deseo.

Y entonces se obra el milagro, porque Lynch apuntala el soberbio dueto de féminas que recorre el metraje entero del filme −una morena y una rubia, como las de don Hilarión, hijas de algún pueblo próximo a la perdición− con un paseo por Lesbos de difícil parangón en el cine comercial moderno. En cada uno de los universos representados, fantasía o deseo, los cuerpos de Laura Harring y Naomi Watts −dominante y poderoso el primero del otro lado de una toalla granate, volátil y estilizado el segundo entre las sábanas, voluptuosos ambos en un registro carnal que invita al 7 de Richter− se funden en un duelo pirotécnico de gemidos y placeres; en un abstruso laberinto de jadeos y pasiones arracimadas que se desgajan en una sucesión creciente de respingos, de besos probatorios (have you done this before?) y de súbitos escalofríos que, cual si traspasaran el plano, dialogan con caricias pausadas, con ese palparse suave y delicadamente la piel de norte a sur con parada obligada en la cima del pecho, haciendo que el apetito sexual recorra como un rayo el espinazo; de danzas rituales a horcajadas, lúbricas, arrítmicas que devienen desesperadas (stop, Diane! stop it!) y abandonan el sofá a la temperatura a la que arde la piel.

Después todo es silencio.
No hay banda.
No hay orquesta.
Silencio.








martes, noviembre 26, 2013

La calentura del celuloide XIV: Ojos de gata

En Jacques Tourneur se adensaban maestría y magisterio cuando se trataba de planificar una historia y construir una película eficaz con un presupuesto raquítico, más aún si esto lo hacía de la mano de su productor de cabecera Val Lewton. En este sentido, el caso de La mujer pantera (Cat People, 1942) es particularmente elocuente por el espléndido resultado conseguido gestionando −a base de logradas elipsis, una reducción coherente del metraje y la ausencia de efectos visuales innecesarios− la irrisoria cifra de ciento treinta y cuatro mil  dólares.

Varios miles de dólares y rollos de película más tarde, el realizador Paul Schrader dirigió un meritorio remake de la influyente obra de Tourneur que llevó por título El beso de la pantera (1982), y entre cuyas virtudes destacó sobremanera la elección de la actriz alemana Natassia Kinski para el arriesgado rol protagonista, mitad mujer mitad pantera negra, cuya inspirada interpretación dando la réplica felina a la pionera Simone Simon y una escultural figura capaz de rendir el más sentido homenaje a la lujuria le abrieron definitivamente las puertas de Hollywood de par en par, junto al buen ojo de su descubridor Wim Wenders. Hija del también actor Klaus Kinski, Natassia se desenvuelve en el papel con un aire distraido de vestal indómita, enfundada en una piel que de tan tersa se antoja incluso escurridiza, luciendo unos frágiles rasgos faciales que compiten mano a mano con la perfección, la mirada profunda y penetrante como exige el argumento, un don artístico para despojarse de camisones y demás ataviajes con asombrosa serenidad −alterando al mismo tiempo la del espectador−, y un estudiado look a lo garçon que hacen de ella una especie de querubín desterrado al gran parque zoológico de la especie humana.




sábado, noviembre 23, 2013

Sobre La vida, la muerte y lo de en medio (Cris dixit)


Lo primero es que me ha sabido a poco, pero que no se me malinterprete, es que me he quedado con ganas de más. Pero como dijo Jack, vayamos por partes: nada menos que seis son las que dividen el libro, aunque eso sí, siempre con un personaje en común: Poli Bueno, ni falta hace decir que no fue cosa del azar el nombre. 

Pues bien, seis historias, seis casos para los que nuestro detective intentó encontrar solución, unas veces con más éxito que otras, o más bien unas veces con más empeño que otras. Aún así, todas con un resultado conforme para los clientes aunque quizás no tanto para el lector, eso sí, ningún desenlace fue decepcionante. Hablo por mí cuando digo que esperaba algo más tanto en el caso de Cocaine como de Claudia, de forma distinta. En el primero esperaba más interés, en el segundo más de la supuesta investigación.

No sé mucho de filología, pero la redacción me ha parecido impecable. Supongo que por conocer el escenario he podido imaginarme los lugares y las situaciones con todo lujo de detalles, pero no sólo la descripción física está muy bien sino la psicológica, aunque no sea directa; y eso, en ¿una novela policíaca? es importante. Permite conocer al personaje y adentrarte en la historia como si la estuvieras viviendo de verdad. La utilización de recursos comparativos y de guiños a otros personajes conocidos, me parece un acierto absoluto.

Sobran los motivos para (re)leerla.




lunes, noviembre 18, 2013

La calentura del celuloide XIII: ¡Ring! ¡Ring!


Un lipstick rueda de súbito por el piso hasta detenerse junto al asiento que ocupa Frank (John Garfield) en el comedor del restaurante de carretera donde acaba de ser empleado. Cuando el forastero alza pausadamente la mirada para dirigirla del objeto en cuestión hacia los labios de origen encuentra, por este orden y a favor de un lascivo vértigo ascendente, unos zapatos blancos de tacón semiabiertos a los que siguen unas piernas que bien parecen no tener principio (o fin) de no ser por la inoportuna visión de los shorts que rematan el vestido de una pieza, también en blanco exultante, que envuelve la presencia fatal de Cora (Lana Turner), la mujer del jefe. Nunca una presentación de la vamp en el cine negro, excluyendo la de Barbara Stanwyck en Perdición, ha estado tan cargada de fuerza erótica y simbolismo dramático como en esta adaptación de la novela El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946) de James Cain. Esa barra de labios que Frank recoge del piso y entrega, ya rendido, a Cora es la aceptación implícita y el sello oficial de un destino poco halagüeño que, cualquiera que fuese el precio a pagar, lo compromete a la satisfacción sexual de su futura compañera de viaje y todo lo que ello conllevará.

En 1981 Bob Rafelson dirigió la hasta ahora última adaptación de la novela de Cain con guion de David Mamet, quien incorporó a la historia importantes dosis de erotismo explícito y genitalidad. Los personajes de Frank y Cora fueron desarrollados brillantemente por Jack Nicholson y Jessica Lange, despojándolos de aquel tufo a glamour clásico que irradiaban sus predecesores, fundamentalmente Lana Turner en su pomposa recreación de Cora Smith, y rebozándolos en harina, vuelta y vuelta, antes de dejarlos arder en la sartén de la promiscuidad.


miércoles, noviembre 13, 2013

La calentura del celuloide XII: Sigourney Ripley


La pugna desigual y artificiosa que tradicionalmente ha enfrentado a bella contra bestia ha sido motivo de un sinfín de reflexiones con moralina ("la belleza está en el interior" y otros epitafios de similar jaez) y contribuciones estéticas de muy diversa índole en el terreno de la imaginería cinematográfica. Desde La bella y la bestia onírica y surrealista del Cocteau poeta al musical de animación homónimo de la factoría Disney, pasando por las precarias persecuciones subacuáticas de La mujer y el monstruo de Jack Arnold, el embeleso de King Kong por las rubias (Fay Wray seguida de Jessica Lange y Naomi Watts) y el fascinante duelo poético entre niña y homúnculo en El doctor Frankenstein de Whale, los planteamientos argumentales que apuntan la desprotección femenina como foco de obsesión sexual de un desaforado monstruo se han resuelto típicamente indagando en los estrechos reductos psicológicos del sentimentalismo, la ternura o la capacidad de erotización que exhibe la bestia, los cuales han dado (casi) siempre cuartel a la bella y sus secuaces para disponer un final halagüeño que no perturbara las convicciones del espectador de la época, inmerso en una sociedad gazmoña que nunca habría aceptado tipo alguno de truculencia enlatada en sus ratos de evasión.

Pero hay uno de esos metafóricos combates entre bella y bestia que añade a los tópicos del "género" un ingrediente especial. Corría el año lunar 1979 cuando se estrenó Alien, el octavo pasajero. Podría decir a renglón seguido que se trata del film que encaminó hacia la gloria los pasos de Ridley Scott, pero este más que ningún otro −solo hay que ojear los storyboards− es un film de mucha más gente, pues su asombrosa estética final le debe un potosí a artistas de la talla de Hans Rudi Giger, responsable del diseño del engendro biomecánico (inspirado en su obra Necronomicon) que se oculta en los canales de ventilación de la nave, o del ilustrador parisino Jean Giraud/Moebius, diseñador de los sofisticados trajes espaciales de los tripulantes de Nostromo. El caso es que, como si se tratara de los negritos de Agatha Christie, de los valientes de Custer en Little Big Horn, de las sufridas damas del gallo o de una brigada de lanceros en primera línea de fuego, van cayendo uno a uno de los astronautas ante la ineficacia de las estrategias que pergeñan para combatir al maligno, hasta que únicamente sobreviven un gato y la teniente Ripley, estelar Sigourney Weaver. Es este el momento en que comienza a prepararse el duelo final entre la mujer y el monstruo y nadie más que ellos dos, bella y bestia solos a la fatídica hora del high noon. Sin embargo los guionistas no lo tuvieron tan claro desde el principio, pues el personaje de Ripley estaba destinado a un papel masculino −se comentaba que sería para Paul Newman− dejando a Veronica Cartwright como única representante femenina de la tripulación, lo que descompensaba palpablemente el equilibrio entre géneros: cinco hombres, una mujer, un androide varón y el felino, por lo que finalmente los productores debieron presionar para que el teniente fuese mujer. Fue así que finalmente se le ofreció el papel a Sigourney Weaver, después de que la actriz Meryl Streep lo rechazara (afortunadamente: cuestión de gustos) en primera instancia.

Cuando la protagonista consigue escapar no sin dificultades en el módulo de rescate después de haber sacrificado Nostromo para destruir al alien y todo parece ya en calma... Ripley se dispone a hibernar durante el largo recorrido de vuelta a la Tierra, para lo que se despoja rutinariamente de su uniforme −dejándonos admirar un imponente cuerpo atlético como, dicho sea de paso, no podía ser menos tratándose de una experimentada astronauta− y ultima las tareas de la nave con solo una sucinta camiseta de tirantes que apenas esconde su ombligo y unas bragas de talle bajo, años 70, que a lo largo de varios planos −ora en posición vertical manipulando no sé qué maquinaria, ora de espaldas en ángulo agudo oprimiendo no sé qué pulsadores− nos mantiene absolutamente hipnotizados en la butaca en diletante (y a la vez agónica) espera del momento de comprobar satisfechos, como una madre con hijos en edad adolescente, que Sigourney ha regresado ya a casa y descansa ajena a los peligros que acechan en el (espacio) exterior.

Es entonces cuando advertimos que Ripley no está sola en la nave de salvamento; que, del otro lado de un viscoso rastro de babas, vigila su sombra un viejo compañero de batalla. Ripley, desvestida para la ocasión y tan desarmada como llega Johnny Guitar al café de Vienna, poco puede hacer para salvarse. Pero su cerebro reacciona ágilmente ante el miedo y consigue ocultarse sigilosamente de la desagradable presencia del mutante  −inmóvil, como una parte más del decorado del compartimento en que cuelgan los trajes espaciales−, a la vez que se va enfundando la "armadura de gala" muy lentamente, sin más ruidos que los de su convulsa respiración, incluso la escafandra, dispuesta a una lucha final −como mandan los cánones− entre la inteligente bella y la furiosa bestia. En un instante cruel pasamos de verla embutida en un improvisado pijama de dos piezas, que insinúa unas líneas que habrían desconcertado al mismísimo Boticelli, a adivinarla en el interior de un desmerecedor disfraz galáctico. Ahora solo tiene que salir a escena, atraer la atención del monstruo y, en el momento más oportuno, abrir la escotilla más oportuna para que este pase a engrosar las nóminas del polvo de estrellas... Y ella, de una maldita vez, pueda conciliar el sueño eterno de la bella durmiente hasta que otro apuesto príncipe, que a bien tendría ser James Cameron, venga a redimirla.





sábado, noviembre 09, 2013

La calentura del celuloide XI: El Niño pesca en Río revuelto


Es ardua tarea la de pretender describir al polifacético Howard Hughes. En pocas y mal pensadas palabras podría decirse que fue hombre de cine y de ciencia, ejecutivo, productor y realizador, inventor, multimillonario esquizofrénico, piloto e ingeniero aeronáutico autodidacta; y fue también quien, para conferir solemnidad a un currículum vítae envidiable, llevó a la deriva el barco de la RKO. Entre otros muchos artilugios Hughes diseñó el precursor del wonderbra, que sorprendentemente empleó para realzar las ya exuberantes mamas de Jane Russell, de quien llegó a decirse podía transportar una bandeja llena de vasos con las manos atadas a la espalda. El forajido es un filme producido y dirigido por Hughes en 1943 en el que se narran, abusando de su apuesta estética kiss-kiss-bang-bang y  de un tono ridículamente socarrón y despreocupado, las peripecias del outlaw Billy el Niño (Jack Buetel), el sheriff del condado de Lincoln: Pat Garrett (Thomas Mitchell), la vieja leyenda del Oeste Doc Holliday (Walter Huston), su hermoso caballo bayo y su no menos hermosa yegua Río (Jane Russell). Precisamente el personaje encarnado (nunca mejor dicho) por la Russell es uno de los varios ingredientes que otorgan a este filme un carácter de western genuinamente atípico. Más cercana al estereotipo de la femme fatal del incipiente cine negro que acababa de inaugurar Mary Astor con su sombrío papel en El halcón maltés, su sola presencia lasciva, erotizante y salvaje impregna cada encuadre de un insano peligro latente. De belleza turbia y arrebatadora, mirada indómita que atraviesa el aire como puñales haciendo sangre en cada molécula de gas y un desafiante busto de pechugas prietas capaces de hipnotizar al mismo Houdini, solo equiparable al desordenado apetito que luego desató la carnalidad morena y selvática de Jennifer Jones en su no menos atípico Duelo al sol con Gregory Peck, a la inaudita Río le faltó exclusivamente el cigarrillo asomando por la comisura de los labios para convertir sus escenas en clichés del más sobrecogedor noir.

El descomunal triunfo comercial del filme y el éxito fulgurante de la recién nacida revista Playboy encendieron las luces a los jerifaltes del celuloide, quienes empezaron a vislumbrar la potencia del arma que tenían entre manos para plantar cara al avance inexorable de la televisión: la explotación de la sexualidad femenina, el erotismo como señuelo, el enorme reclamo que podía suponer una enorme delantera en una enorme pantalla. Comenzaba así la fugaz época dorada de las cárnicas Russell, Mansfield y Van Doren en el cine.

La presentación del personaje de Río en la famosa secuencia del pajar, tiroteando al Niño con la intención de saldar una vieja deuda con el pasado, apunta ya el escenario dramático en que se desenvolverá el resto del filme, pues bien sabido es por todos que cualquier historia de amor que se precie ha de nacer de las brasas del desprecio. Desde ese momento Río es una caricatura de Jekyll y Hyde en su actitud para con el forajido, ora vesánica e insidiosa ora musa de la misericordia, sin llegar nunca a comprenderse bien el porqué. Acaso una atracción neutralizante estuviese surgiendo hacia él desde las simas de su corazón, acaso ella no pudiera consentir un gatillo ejecutor que no fuese el que su dedo apretara. El caso es que tras el incidente del pajar, del que el pistolero sale milagrosamente ileso, algunas secuencias más tarde resulta herido de bala en una refriega con Pat Garrett y es acogido por su amigo Doc Holliday en la cabaña en que sus huesos reposan, oh sorpresa, con Río. Doc deja a Río a cargo de las atenciones a un maltrecho, algo más muerto que vivo, Billy el Niño y marcha en busca de la cuadrilla del sheriff Garrett para disuadirlos (a tiros, cómo iba a ser si no) de la obstinada persecución que habían iniciado. Sorprendentemente los cuidados que la chica ofrece al moribundo son ejemplares, dejando tras de sí un atisbo perentorio de eso que los cardiólogos acostumbran a llamar enamoramiento cuando la patología no responde al tratamiento. La catarsis sobreviene cuando el convaleciente parece registrar temperaturas tan bajas como las que acompañan a la muerte, que ni las piedras calientes consiguen refrenar. Es entonces cuando el ciclón Russell, sin más explicaciones, sin titubeos, insobornable, sin más evangelio que su turgente silueta, insta a la tía Guadalupe a abandonar la dependencia en que vegeta el forajido mientras comienza a despojarse imperturbable de los panties y las sandalias, con una firmeza de espíritu digna de sores, ante la atónita mirada de la tía y del espectador.

     −Sal de aquí y cierra la puerta.
     −¿Por qué?
     −Sal de aquí.
     −¿Te has vuelto loca?
     −Puedes traer al cura mañana por la mañana si eso hace que te sientas mejor. ¡Vete de aquí!

Acto seguido gira su torso ubres en ristre hacia el paciente, que dicho sea de paso (y valga la paradoja) debía andar ya bastante impaciente y algo más repuesto de sus fríos corporales a tenor de lo expuesto, y con la caldera de su sexualidad a todo trapo le susurra:

     −No vas a morirte. Yo te calentaré.

Entonces se cierra la puerta. Qué no habría dado yo, ante semejante arrebato escoptofílico, por haber presenciado a la zaga de alguna miserable rendija, al más puro estilo Stewart en La ventana indiscreta, lo que allí pudo acontecer. Afortunadamente, imaginación no me falta.



jueves, octubre 31, 2013

La calentura del celuloide X: El baile de los monstruos


En la primera página del exhaustivo catálogo de soledades que es Monster's ball (Marc Forster, 2001) pueden vislumbrarse las más angustiosas miserias del verdugo, las ruinas morales sobre las que se asienta la mano ejecutora: aquella que sujeta las correas a los brazos de la silla y acciona la fatídica palanca. Al pasar página se impone el desamparo que acompaña a la ancianidad intransigente e incapacitada, la desidia y el abandono al margen. A pie de página una breve nota informa sobre el desaliento de una madre negra que lucha con entereza contra las miradas racistas y contra las adversidades que le impiden hacer frente al pago de su vivienda, así como a una educación conveniente para un hijo sin padre entregado a la televisión y las chocolatinas. Las páginas siguientes apuntan el odio, el desvalimiento y la muerte: la muerte de los hijos, un episodio que aboca a los progenitores que los sobreviven al más crudo nihilismo. El epílogo hace que confluyan dos almas amarradas a la angustia vital de los perdedores, dos almas que se atenazan la una a la otra en el hálito último para conseguir confundir la supervivencia con la vida. Pero aquel par de almas deambulantes van vestidas con cuerpos apetecibles que humean por todos sus orificios, en busca de una vía de escape que conjure el devenir de sus maleficios. Esos cuerpos son los de Halle Berry y Billy Bob Thornton entregados al abrigo de un coito monumental (sin pensarlo mucho, creo que no he visto uno mejor en el cine) que transcurre al ritmo de los sonorosos acordes de la sinfonía del silencio.

Unas copas de más y unas lágrimas de menos sobran para arrastrar a la divina Halle hacia la parcela íntima de Billy, que apenas en los más umbríos momentos sí llegó a conocer las prietas carnes de la prostituta Vera, alterando sus destinos en proporciones insospechadas. El alcohol en pugna con la impotencia y la melancolía, improvisado cóctel molotov que no sale del regate y, en el colapso, envida a la necesidad de ser amada con amplia ventaja en el juego, un pecho abandonado a la intemperie buscando el desconcierto inopinado del contrincante y a volar sin paracaídas, a gozar del vértigo viscoso del viaje en picado de dos puñados de miserias en conjunción copulativa.






jueves, octubre 10, 2013

Coming back to you (by Leonard Cohen)


Puede que continúe dolido
y que la otra mejilla no pueda ofrecerte,
pero sabes que aún te amo,
es solo que no lo puedo decir.
Anduve buscándote en todas 
y todas me lo recriminaron, así
que viví solo, pero lo único que hacía era
regresar a ti.

Clausuran la fábrica 
ahora que todas  las facturas se deben, 
y los campos permanecen bajo llave
aunque la lluvia y el sol no desmerecen,
y la primavera comienza pero luego se detiene
en nombre de algo que nace, 
y los sentidos se rebelan todos contra este
regresar a ti.

Y ahora que se dicta mi sentencia
sé bien lo que debo hacer,
una milla más de silencio al
regresar a ti.

Muchos son los que hay en tu vida
y muchos los que han de ser.
Como brillante luz que eres
hay tantas cosas que has de ver,
y yo habré de ocuparme de la envidia
cuando escojas a los poquísimos  
que hayan abandonado su orgullo al otro lado de este
regresar a ti.

Incluso estando en tus brazos sé 
que nunca lo haría como es debido,
incluso si concedieras darme
durante la noche el consuelo que te pido,
necesito disponer de tu palabra 
o nada de esto es cierto,
y todo lo dicho habrá sido solo para no
regresar a ti. 





miércoles, septiembre 18, 2013

La calentura del celuloide IX: Hedy, el orgasmo universal

Si digo Hedwig Eva Maria Kiesler probablemente nadie sabrá a quién me estoy refiriendo. Pero si en cambio me remito a su alias de guerra, Hedy Lamarr (o Lamarrvellous, como en justicia fue rebautizada por el departamento de publicidad de la Metro Goldwyn Mayer), en ese caso nadie dudará de quién hablo, entre otros méritos por ser portadora de uno de los más hermosos rostros del cine que es a su vez portador de la más vaporosa geometría del perfil y de los más profundos, enigmáticos, inquietantes e inquisidores ojos que nos ha regalado nunca una pantalla. Y si hace unas líneas he escrito "entre otros méritos" no lo he hecho arbitrariamente, pues Miss Kiesler era además propietaria, junto al pianista George Antheil, de una patente de control por radiofrecuencia de misiles teledirigidos (sabiduría heredada de su asistencia a largas tertulias sobre comercio de material bélico en las que participaba el que una vez fuera su esposo Fritz Mandl) que permitía burlar el sistema de detección de los radares enemigos mediante un sofisticado mecanismo de salto de frecuencias. No contenta con todo esto (y aquí llego al punto G de mi destino) fue ella la actriz que nos brindó, pornos incipientes aparte y dejando de lado los merecidos sobresaltos que provocó en Daughter of the gods el atlético cuerpo sin ropa de la nadadora australiana Annette Kellerman acortinado por una larguísima melena, el primer desnudo acreditado y el más temprano acto sexual, orgasmo incluido, desde que el cine se empeñó en ser cine y habitó entre nosotros. La película es del año 1933, la dirigió el checoslovaco Gustav Machaty (es evidente que ningún americano se habría atrevido a exponer el cuerpo in puribus de actriz alguna en pantalla ni a filmar planos de ella con tan explícita insinuación sexual y tamaña carga erótica) y, para colmo de humedades, llevó por título Éxtasis. Lo que vino a renglón seguido es fácilmente sospechable: el tío Sam prohíbe el film (y eso que es de la familia), el marido celoso Mandl inicia una cruzada particular para destruir todas las copias a su alcance y Pío XI, en aquel tiempo rector de la Iglesia Católica, amenaza al espectador potencial adscrito a sus designios con la excomunión. ¡El éxtasis! Y todo ello porque Loni, el enamoradizo caballo de la amazona Lamarr, responde a la repentina llamada del instinto (sexual también) y galopa a restregarse el hocico con uno de su especie sin importarle llevar sobre la grupa el atuendo de su dueña, quien entre tanto exhibiera libérrima su temprana desnudez refrescándose en el lago. No más la sirena del Danubio descubre que Loni anda trotando a sus anchas por los ranchos anejos comienza a perseguirlo por el bosque con desnuda impaciencia hasta que, cuando parece haberle dado alcance, el equino se vuelve a zafar de su presencia; y es entonces cuando se produce el primer instante mágico para las retinas del impaciente espectador: plano medio corto de la protagonista, apenas diecinueve abriles en canal floreciendo sobre su espigada figura, la piel clara irisando tonos de amanecer primaveral y unos pechos si menudos, erguidos, que desafían con solemnidad inaugural las ataduras morales de la época, apuntan al entrecejo de Hays, soliviantan los despachos y nos brindan el primer topless en luminoso black and white de la memoria histórica de la cinematografía comercial. Se ruega no olvidar.

Unas cuantas películas más tarde, capricho o no del azar, el preboste de la industria cinematográfica Cecil B. de Mille atavió el otrora cuerpo desnudo de la actriz con uno de los más espectaculares vestidos de la historia del cine para Sansón y Dalila, formado por 1900 plumas de pavo real cosidas a mano una a una y elegidas personalmente por el director de entre los pavos de su rancho. El yin y el yan fundiéndose en un abrazo indeleble.

Como algunos planos antes hiciese Loni, nuestra Venus emergente encuentra también esa mañana a uno de su especie con quien restregar el hocico, un obrero que consigue capturar al cuadrúpedo y devolverlo a su titular ropa incluida. Las primeras miradas que se dedican ya son harto elocuentes, aperitivo que anticipa el solemne momento de los postres y brasa poética de la mejor leña. Esa misma noche ella visita la casa de él y durante la desaforada tormenta que acontece (bien traída y hermosa metáfora: la naturaleza en plena eclosión eléctrica anticipando la de los cuerpos) se produce el segundo momento mágico del filme, se consuma el escándalo, los censores se ratifican en su gazmoña actitud, los clérigos vociferan contra el demonio de la carne (en salsa) y nace Emmanuelle cuarenta años antes de Emmanuelle: la cámara de Machaty hace cabriolas para atrapar el sublime momento del orgasmo con una colección de planos muy cortos sobre el rostro de la actriz hasta alcanzar la expresión más sentida, la menos fingida, la crecida de la sangre, la comunión de los cuerpos, el ceremonial de la convulsión final... que, según se rumoreaba por los mentideros cinematográficos de la época, el realizador solo pudo conseguir estimulando con un alfiler las primaverales e inquietas nalgas de Hedy. Lo dicho: ¡El éxtasis!



martes, septiembre 17, 2013

Golpe de sombrero

Cajón en B -sabrosa vitamina-,
el muerto al hoyo y el mochuelo al nido,
cheques La Suisse, pagos en diferido:
aquí trinca todo hijo de vecina.

Ni un rastro de verdad desde la ruina
ni otra razón que el ruido, mucho ruido
de voces remendando el descosido,
de cifras llamando a la sarracina.

La marca España (golpe de sombrero)
naufraga verso a verso en la bañera,
abracadabra, pata de carnero
y te han metido mano en la cartera.
¿Qué queréis que os diga más certero?
Va como va, Luis; Coque, no hay manera.






martes, septiembre 03, 2013

Tener y no tener

Por recomendación de algunos de los más distinguidos demiurgos del celuloide y en nombre de las gayas musas de la ciencia; de parte del séptimo arte (de caballería) y de las ciencias experimentales y exactas, empíricas y racionalistas, puras y aplicadas, aprendidas o infusas, se ruega encarecidamente atender la relación siguiente de haberes y de debes, diseñada a partir de un notable ejercicio antagonista (marca de la imperecedera firma Howard & Hawks) entre el tener y su contrario.


(A) TENER:

1) Buena predisposición hacia la química para conseguir enlazar covalente y sentimentalmente el fuego que nos prende en la redoma con el agua que rezuma de la pipeta de nuestros semejantes; para poner a punto de nieve el misterioso reactante de una pasión que se desata sin catalizadores y dejar reposar el producto hasta que puedan disociarse los materiales tóxicos de desecho; una química orgánica incontrolable que, fluyendo por el cuerpo en forma de cortocircuito emocional a velocidad de crucero, desde el primer cabello hasta el último cromosoma, invita a perder el oremus y enamorarse locamente −lo que bioquímicamente no es distinto de darse un atracón de chocolate, según la sabiduría de inframundo cultivada por Al Pacino en Pactar con el diablo (The devil's advocate, Taylor Hackford, 1997), filme al que se volverá a hacer referencia algo más adelante− de un joven mozalbete con aspiraciones, como sucedió a Ellen Kingship (Virginia Leith) con Bud Corliss (Robert Wagner) en Un beso antes de morir (A kiss before dying, 1956), la adaptación de la novela homónima de Ira Levin que Gerd Oswald dirigiera para la gran pantalla en el seno de la United Artists:

Nuestras relaciones son un simple problema de química: los iguales se atraen. Pasa con los minerales, pasa con las personas... y eso nos pasa a nosotros: los que tienen los mismos gustos se atraen.

Aun así, y dejando de lado la rudimentaria evidencia de la metáfora, la química que participa de este filme con tintes hitchcockianos incide en aspectos mucho más tangibles, tal son las peligrosas sustancias que pueden llegar a habitar en (y ser sustraídas, con perversas intenciones, de) los laboratorios de algunas facultades de farmacia o el papel principal que el profesor universitario atribuye justamente a la celulosa en la constitución de la biomasa terrestre. La química, de este modo, reivindica −en mayor o menor grado− su presencia en la pantalla cada vez que hacen acto de presencia estos venenos. Recuérdense, por ejemplo, la toxina luminosa, un bebistrajo de iridio que hace que Edmond O'Brien deambule por las calles de San Francisco Con las horas contadas (D. O. A., Rudolph Maté, 1950); la dosis de estricnina contenida en la lanza con la que Richard Dreyfuss intenta combatir al gran Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975); o el arsénico, ya por compasión −como en el celebérrimo filme de Frank Capra− ya por motivos más turbios, como es el caso de Madeleine (David Lean, 1950) o de Que el cielo la juzgue (Leave her to heaven, John M. Stahl, 1945): ¿Qué proceso químico convierte las sales de baño en arsénico?, quiere saber el fiscal−, entre otros muchos títulos y otros muchos tósigos camuflados para la ocasión.

2) Expectativas de superación, personal y profesional, para esquivar los sinsabores que nos reserva el destino en todos los rincones de la vida y afrontar el futuro con las mínimas garantías de éxito recomendables, que fueron las que debieron faltarle al ignoto suicida de Reencuentro (The big chill, Lawrence Kasdan, 1983), un brillante alumno de física en la Universidad de Michigan que paradójicamente decidió volver la espalda a la ciencia y vivir dedicado a una serie de ocupaciones aparentemente fortuitas, según la presentación que al inicio del filme se hace del finado durante el oficio mismo de su funeral y de cuya decepción por el ejercicio científico no se vuelve a saber más; y las que le sobraron, ciego de renombre y de ambición, al petulante abogado Kevin Lomax (Keanu Reeves) antes de Pactar con el diablo, acostumbrado como estaba a no perder ni uno solo de los casos en los que participaba, a la hora de conseguir −si bien con métodos decididamente provocadores y expeditivos− la absolución del señor Gettys, un profesor de matemáticas (¿acaso un premeditado golpe de efecto para ahondar en la monstruosidad del asunto?) inculpado por haber acosado sexualmente a una de sus alumnas en un instituto de Florida.

3) Templanza para soportar estoicamente las embestidas de John Giving (Michael Shannon) en Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008), personaje del que únicamente llega a conocerse que es un brillante doctor en matemáticas (aunque éste lo hubiese negado en la novela original de Richard Yates en que está inspirada la película, admitiendo no más que haberlas enseñado en alguna ocasión) y que (¿como tal?) padece de agudas patologías mentales, trastornos transitorios de la razón, brotes violentos y serias dificultades de socialización, muy a pesar de que en ciertas partes del metraje no supondría sacrificio alguno para el espectador reconocerlo como el personaje más cuerdo del paisaje humano que arrastra sus miserias por el filme.


(B) NO TENER:

1) Descendencia directa en tan elevado número de vástagos que la cifra consiguiera desafiar las ubicuas leyes de la genética y los protocolos establecidos de seguridad ciudadana; atienda, si le cabe alguna duda, a la sesuda reflexión −ingeniosísima contribución de los guionistas Albert Hackett y su esposa Frances Goodrich− que Gilbert Wynant (William Henry) sostiene en voz alta ante la atónita mirada de su hermana Dorothy (Maureen O'Sullivan) en La cena de los acusados (The thin man, W. S. Van Dyke, 1934), adaptación para el cine de la última novela de Dashiell Hammett (también de 1934) y primera de las películas de una exitosa saga de seis basada en las populares peripecias del expolicía Nick Charles (William Powell) y de su esposa Nora (adorable Myrna Loy), acompañados por su inseparable Asta, un simpático y pusilánime fox terrier:1

¿Sabes? No todos tus hijos tienen por qué ser asesinos. Según las teorías de Mendel sobre los genes y sus experimentos con guisantes, en realidad la cosa está bastante clara: solo uno de cada cuatro de tus hijos será un asesino, así que lo que debes hacer es tener solo tres hijos... No, puede que tampoco funcione: quizás el malo fuese el primero... Tendré que estudiarlo.2


A menos que el tamaño de la prole viniera regulado al modo de las manipulaciones genéticas, tan minuciosamente calculadas, que lleva a cabo el verdugo de sir Richard en la novela de Mario Levrero Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo)

Fue un crimen diabólico, preparado con dos generaciones de anticipación. El asesino, forzosamente, debía ser un científico experto en genética, quien alteró los cromosomas del padre y de la madre de sir Richard, probablemente un tiempo antes de la boda. Así, sir Richard llevaba en su código genético la orden de su propia destrucción, dentro de un plazo que podía ser perfectamente calculado por este hábil, genial y depravado científico...


2) Miedo a volar, ni siquiera en el comprometido trance en que nos coloca una misión suicida en el Pacífico Sur con un enjambre de cazas nipones en cola; miedo a la fatalidad, a la malaventura, a regresar amortajado a la tierra natal, a tener que aterrizar de urgencia en un claro del bosque y descubrir que se trata de un nido virulento de amarillos, a la caprichosa asignación de probabilidades que el destino depara a los combatientes. El capitán Carl Griffin (Robert Ryan) alecciona al respecto, de la siguiente guisa, a uno de los integrantes del valeroso escuadrón de combate VMF-247 en Infierno en las nubes (Flying leathernecks, Nicholas Ray, 1951): 

−En cada misión que llevo a cabo mis probabilidades son cada vez menores. 
−¿Has oído hablar de la ley de Bolt sobre los porcentajes matemáticos?3
−Me suspendían en matemáticas. −Ese matemático, el doctor Bolt, probó que el porcentaje de probabilidades de acertar dos veces en el mismo sitio es el mismo que el de acertar en cualquier otro […] Tú tienes exactamente las mismas probabilidades que un chico que vuele por primera vez. No importa las misiones que hayas hecho antes.  
 −¿Se ha comprobado en la práctica esa teoría?


3) Ni acaso creer tener en nuestro poder la justa medida de todas las cosas: ni la del tiempo, siguiendo el buen ejemplo de Sigsbee Manderson (Orson Welles) en El enigma de Manderson (Trent's last case, Herbert Wilcox, 1952): −Sé que usted tiene una mente privilegiada para las matemáticas. Exactamente, ¿cuántas horas al día debería trabajar un hombre como yo para poder tirar más puros de los que se fuma?−; ni la de las geometrías con que se codea en su profesión John Baxter (Donald Sutherland), el sufrido arquitecto que protagoniza Amenaza en la sombra (Don't look now, Nicolas Roeg, 1973), a juzgar por alguna de sus lecturas de cabecera: Beyond the fragile geometry of space; ni la de las capacidades volumétricas, especialmente cuando se trata de la ingesta −Baco salve a Bukowski, Hemingway, Huston y a todos los demás− de turbios y salvíficos alcoholes. En este sentido Jacques Tourneur puso en el punto de mira a la enfermera Betsy Connell (Frances Dee) en uno de los diálogos de Yo anduve con un zombie (I walked with a zombie, 1943): 

−Le resultará difícil con dieciocho centilitros de ron en el cuerpo.
−¿Dieciocho centilitros?
−Si las matemáticas no mienten... Seis en una copa, tres copas,… dieciocho.
−¿Cómo sabes que hay seis centilitros en una copa?
−Soy enfermera: tengo que medir las cantidades de los líquidos [...]


Richard Matheson, uno de los responsables del guion de esta pieza de culto y prolífico autor de obras de terror y ciencia ficción −conocido mayormente por la novela de corte vampírico Soy leyenda (1954)−, protagonizó una curiosa anécdota escolar antes de orientar definitivamente su dedicación hacia la actividad literaria y cinematográfica. Él mismo lo narró de este modo: 

Siempre quise ser escritor, aunque era muy bueno en matemáticas −ahora diría que “desafortunadamente”−. Un grupo de estudiantes de la escuela de grado a la que iba, en número de alrededor de veintiuno, realizó un test de matemáticas y el resultado fue que cinco de nosotros acabamos en la Escuela Técnica de Brooklyn. Por error fui allí durante cuatro años y me licencié en ingeniería de estructuras, recibiendo todos aquellos cursos técnicos increíblemente arcanos.


1Originalmente bautizado como Skippy, fue el mismo perro que, entre otros filmes, compartió cartel con Cary Grant primero en La pícara puritana (The awful truth, Leo McCarey, 1937) y un año más tarde en La fiera de mi niña (Bringin up Baby, Howard Hawks, 1938) 

2Gregor Mendel (1822-1884), naturalista austriaco responsable de los experimentos con diferentes variedades de guisante que culminaron en las conocidas leyes que hoy llevan su nombre y que rigen los procesos de transmisión y herencia genética. La llamada primera ley de Mendel estipula que todos los descendientes de un cruzamiento de individuos homocigóticos distintos (esto es, aquellos que tienen un gen que se expresa en forma de dos alelos iguales en cromosomas homólogos, a los que podemos denotar AA y aa) son del tipo Aa. La segunda ley de Mendel establece que los alelos parentales se separan durante la procreación y se recombinan aleatoriamente para configurar el genotipo de su descendencia, de modo que se llega fácilmente a las siguientes conclusiones: de cuatro recombinaciones posibles (AA, Aa, aA, aa) solo una corresponde a AA, luego su probabilidad de aparición es 1/4; solo una corresponde asimismo a aa, por lo que su probabilidad de éxito es también igual a 1/4; y dos al genotipo híbrido dominante-recesivo, luego la probabilidad de presencia de Aa en la primera generación es igual a 2/4 = 1/2. De ahí las desopilantes deducciones que conducen el pensamiento del joven Gilbert, atendiendo a la posibilidad de que la inclinación al asesinato se transmitiera a través del código genético 

3No tengo constancia de su existencia real. En realidad, a lo que hace referencia el capitán Griffin en su discurso con la “misteriosa” ley de Bolt es a la probabilidad de dos sucesos independientes (es decir, aquella situación en que la probabilidad de ocurrencia de uno de ellos no está influida por la ocurrencia del otro), en contraposición con la probabilidad condicionada (reflejada en el conocido teorema de Bayes)


redes