Que yo he de preferir, por la elegancia del ágil movimiento en aquel maravilloso verde tecnicolor y por las piernas ligeras e infinitas que lo hicieron posible, otro cruce que se anticipó al anterior en cuatro décadas. Se trata de uno de los múltiples momentos antológicos de Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen-Gene Kelly, 1952), cuando el conocido actor de la era muda del cine Don Lockwood (Gene Kelly) narra al productor en jefe de Monumental Pictures (Millard Mitchell) su revolucionaria idea para el número moderno del talkie musical The dancing cavalier: el protagonista llega a Nueva York dispuesto a triunfar bailando, con su maleta repleta de sueños y el lema Gotta dance (uno de los espectáculos musicales mejor filmados de la historia entera del cine) grabado a fuego en el corazón. Tras varias pruebas infructuosas y demasiadas puertas cerradas ante las narices, un agente que confía en su prometedor talento lo introduce en los ambientes sórdidos de un primoroso Broadway de cartón piedra con matices expresionistas. Allí está Lockwood/Kelly haciendo de la danza poesía y virtud cuando súbitamente, como por inopinado arte de birlibirloque, el vuelo de la cámara se detiene en una pierna descubierta y sin fin que se despliega en perfecto ángulo recto con el tronco, de la que pende el sombrero del bailarín. Lentamente el plano se abre para descubrinos a la chica del gánster, ingrávida Cyd Charisse, la de las piernas perfectas y largas como un delicioso infinito de carne que sentenciase Cabrera Infante, sentada sobre una silla roja, la pierna buscando ahora el cenit de la vertical y luego el cruce vertiginoso, estilizado, a tempo, instalado a perpetuidad en la memoria cinematográfica del siglo XX. El resto es pura magia de salón al ritmo del mejor cine musical americano.
miércoles, febrero 10, 2010
La calentura del celuloide II: Entre las piernas
Que yo he de preferir, por la elegancia del ágil movimiento en aquel maravilloso verde tecnicolor y por las piernas ligeras e infinitas que lo hicieron posible, otro cruce que se anticipó al anterior en cuatro décadas. Se trata de uno de los múltiples momentos antológicos de Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen-Gene Kelly, 1952), cuando el conocido actor de la era muda del cine Don Lockwood (Gene Kelly) narra al productor en jefe de Monumental Pictures (Millard Mitchell) su revolucionaria idea para el número moderno del talkie musical The dancing cavalier: el protagonista llega a Nueva York dispuesto a triunfar bailando, con su maleta repleta de sueños y el lema Gotta dance (uno de los espectáculos musicales mejor filmados de la historia entera del cine) grabado a fuego en el corazón. Tras varias pruebas infructuosas y demasiadas puertas cerradas ante las narices, un agente que confía en su prometedor talento lo introduce en los ambientes sórdidos de un primoroso Broadway de cartón piedra con matices expresionistas. Allí está Lockwood/Kelly haciendo de la danza poesía y virtud cuando súbitamente, como por inopinado arte de birlibirloque, el vuelo de la cámara se detiene en una pierna descubierta y sin fin que se despliega en perfecto ángulo recto con el tronco, de la que pende el sombrero del bailarín. Lentamente el plano se abre para descubrinos a la chica del gánster, ingrávida Cyd Charisse, la de las piernas perfectas y largas como un delicioso infinito de carne que sentenciase Cabrera Infante, sentada sobre una silla roja, la pierna buscando ahora el cenit de la vertical y luego el cruce vertiginoso, estilizado, a tempo, instalado a perpetuidad en la memoria cinematográfica del siglo XX. El resto es pura magia de salón al ritmo del mejor cine musical americano.
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