Las exequias fueron todo lo austeras
que cabe esperar cuando se trata de honrar a título póstumo a un pelagatos sin
nombre ni oficio, a un pobre diablo que apenas tuvo en los últimos meses dónde hincar
la rodilla para caerse muerto. Nada de milagrosas pólizas de decesos que garantizan
al cliente un trayecto en primera clase hacia el paraíso, con sala de velatorio
rematada en mármoles de Carrara y servicio VIP de tanatoplastia incluidos; nada
tampoco de féretros temáticos y biodegradables, ni acaso de esos tanatorios cinco
estrellas que, de un tiempo a esta parte, proliferan por toda nuestra geografía
ofreciendo fabulosas coberturas integrales. No, nada de eso. Lo que allí se vio
solo transpiraba salitre, soledad y desamparo. Apenas un par de parientes lejanos
que lloraron sin amargura al difunto, de cuerpo presente en el apartamento que
tenía arrendado en una pequeña localidad de la costa andaluza; tres tipos que, aun
confesándose sus amigos, ni en poco se esforzaron por disimular que el principal
pesar de ellos tenía que ver, más que con cualquier otro sentimiento hacia el
finado, con la pérdida del cuarto “musquetero” —tal se nombraban entre ellos desde que a uno se le ocurrió pronunciarlo
y los demás le rieron desaforadamente el chascarrillo— en aquellas
tardes eternas de whisky de contrabando, farias de boda y órdagos a la grande; una
mujer de esas que llevan la tarifa escrita en la pechera, maquillada en demasía
y bien metida en carnes, que acudió al funeral para únicamente depositar un
libro destartalado a los pies del cadáver; un relicario barato de chapa de
aluminio que albergaría sus cenizas hasta que el padre Basilio se ocupase de arrojarlas
para siempre a lo más luminoso del mar Mediterráneo, cual dictaba su última
voluntad, acompañadas de una melancólica oración; y una corona funeraria de flores
blancas con una cinta celeste cruzada al bies sobre la que podía leerse, en chabacana
disposición de letras doradas, la siguiente leyenda: «No pueden quedar cabos sueltos».
*****
Jonás había deambulado durante los dos
últimos años por las cuatro estaciones expiatorias de la crisis económica, —esperpéntico vía crucis que no deja perder de
vista la escarpada cima del Calvario—, a razón de arrastrarse durante un
semestre por cada una de ellas en riguroso orden cronológico: la congoja
primero, luego el desaliento, el fantasma de la ansiedad después y, last but not least, el invencible ogro
de la desesperación. Dos años fue, en efecto, el tiempo máximo que logró Jonás estirar
los ahorros en aquel peregrinaje por el vientre de la ballena, luego de que su
nombre hubiese pasado a engrosar la nómina del último expediente de regulación de
empleo de Indacascajo Morterón, la empresa constructora para la que había prestado
sus servicios durante las últimas dos décadas. Altivo de más para reconocerse en
la fila de los menesterosos —quién
lo ha visto y quién lo ve, acomodado y manirroto ayer y hoy tan palmariamente apurado—
e ir tocando a puertas de buen repicar o aceptando limosnas de gente con
mejor suerte en la vida, fue el caso que nuestro héroe no encontrase otra
salida a sus cuitas económicas que atender la irrechazable oferta del Inglés.
*****
Igual que llegado el miércoles se volvían
inexcusables el partido de Champions
League (en temporada) y la mano de mus con los compadres, en la agenda de
Jonás cada jueves era día señalado para el refocilo entre los muslos de ‘Fatty’
Morgana hasta bien vaciar de simiente las verijas. Tal era la carnosidad y reciedumbre
de la llamada Morgana que no hubiera putañero en varios kilómetros a la redonda
que, preguntado por ella, no la refiriese la más apetecible prostituta de todo
el distrito portuario. Fue gracias a su natural perspicacia y a los impagables
contactos que entre el hampa tenía —pues
sintiese al cliente de más alicaído y en horas tan bajas después de haber
perdido el empleo, el subsidio y toda esperanza— como Jonás llegó a entablar relación con ese personaje
principal a quien apodaban El Inglés. A su imagen pública como propietario respetable
de un par de selectos clubes nocturnos en el malecón, El Inglés sumaba una aplicada
dedicación al proxenetismo, el narcotráfico, la trata de blancas, el estraperlo
y, como hasta las ratas bien sabían en las cloacas de los bajos fondos, a ejercer
como cerebro de una banda organizada con la que, detrás de cobrarse los
aplazamientos de antiguos empréstitos, lo mismo te amputaba un manojo de dedos
que te volaba la nuez a sangre fría, siempre el castigo en función de la cuantía
comprometida. A raíz de la generosa intercesión de Morgana y después de investigar
exhaustivamente al candidato, el capo consintió incorporar a Jonás a la plantilla
de secuaces que conformaban el tejido de su organización criminal, ocupando una
vacante que por defunción se había originado en la división de matones y sicarios.
Para bien o para mal, la suerte de Jonás estaba cantada. No había vuelta
posible al redil de la honorabilidad.
*****
Por más que los terapeutas aseguren que
el primer muerto es siempre el más difícil, a Jonás todos los encargos le
parecían igual de fastidiosos. Incluso siendo cierto, para descargo de su
maltrecha conciencia, que en el catálogo de ajusticiados hubiera un par de caudillos
de la impudicia que no mereciesen ver la luz de otro amanecer, no era tarea
fácil para él acostumbrarse al perfume ferruginoso de la primera sangre
derramada. A todo ello se unía el hecho de que la preparación del agente era
exclusiva para cada maniobra de ejecución: un estudio detallado de los usos y
costumbres del sujeto, seguimientos en días y márgenes horarios aleatorios, la
inspección exhaustiva de sus entornos familiar, social y laboral, así como un
análisis extremadamente cuidadoso del lugar elegido para perpetrar el atentado,
evaluando todos los factores que pudiesen impedir que este pareciera un
accidente. Lo que los asalariados del Inglés llevaban a cabo era, sin ir más
lejos, el trabajo de campo que se le presupone a un buen detective privado, con
el agravante de tener que plantar cara al perseguido en el último acto. Pasaron
algunos meses antes de que Jonás consiguiera habituarse a las rutinas del nuevo
empleo, demasiado estrictas para hacerlas comulgar con su temperamento pacífico.
Una semana después de haber dado boleto al quinto tipo, siguiendo siempre las
consignas revanchistas del Inglés, recibió orden de volver a comparecer en el Seas of the Moon donde sería puntualmente
informado de los detalles de su próxima misión. Lo que Jonás no podía imaginar
es que a partir de ese momento nada volvería a ser igual en la marejada de sus
días.
*****
Cuando penetró los dominios del Seas of the Moon, alrededor de una hora antes
de que el establecimiento abriese sus puertas al público, Jonás encontró a
Johnny colocando unas botellas de licor sobre la repisa. «Aquí está lo tuyo», dice el
barman deslizándole un elegante portafolio de mano sin mediar otro saludo. «No vuelvas
a olvidarte de quemar la documentación en cuanto la hayas memorizado. Buena
suerte». Para entendernos, no hace otra cosa que recordarle el protocolo de
rutina que rige cualquier negocio al margen de la ley con el fin de evitar
posibles complicaciones. Se despiden. A pesar del nutrido arsenal de
prevenciones que conforman el catálogo de estilo del Inglés, Jonás, de
naturaleza imprudente, se afinca en el mostrador de un mesón cercano al Club, a
la vista de parroquianos y advenedizos, y pide una cerveza. (He ahí el tipo de
detalles que dirigen el foco hacia la impericia del neófito). Allí mismo descubre
la cremallera del portafolio y extrae la ficha correspondiente al agraciado de
turno, que aparte de sus datos personales contiene (sistemáticamente) varias
fotografías recientes, un currículum vítae, un compendio de sus aficiones más
señaladas y hábitos más comunes, una lista con los nombres de las personas que integran
sus círculos más próximos y una recapitulación de los pecados cometidos, esta
última rematada por un dictamen del Inglés en el que se formula la sentencia
que debe aplicársele al desdichado. Jonás se envía el vaso de cerveza al coleto
mientras se dispone a ojear lo más relevante del dossier, pero ni siquiera es
capaz de ingerir el primer buche, que termina espurreado sobre sus pantalones
como un géiser de espuma de cebada. No quiere creer lo que sus pupilas ya han
visto. No puede. Nombre: Tobías Pérez Rebolledo. Y entonces sus ojos vuelan inmediatamente
hacia la fotografía que preside la esquina superior izquierda del documento, la
cual acaba por confirmar su presentimiento. No hay duda. Se trata de él. Tobías,
el amigo de la infancia. Sentencia: aplicar puñalada profunda en el bajo vientre.
Repetir la operación tantas veces como sea necesario. Observación 1: certificar
el desangramiento. Observación 2: previo a pinchar, exponer con voz alta y clara
al target: «El Inglés te envía sus
respetos. No deberías andar jugando con menores de edad, menos aún con la hija
del que decide quién vive y quién muere en esta ciudad. Una raja por otra».
*****
Él
sabe que no puede hacerlo. Hay códigos de lealtad que nunca deben quebrantarse,
eso Jonás lo tiene claro. Y luego están la moralidad, el sano juicio, los
principios y la mala conciencia. No habría sido capaz de sobreponerse a la fatalidad
de tener que ajusticiar a un amigo, por más que le obligase la deuda para con su
nuevo empleador. No hubiera podido soportarlo, de eso no le cabía duda alguna.
Estaba decidido: no lo haría bajo ningún concepto. Iría a dialogar con El
Inglés, quien a buen seguro entendería lo emocionalmente comprometido de su
situación y juntos buscarían un arreglo consensuado. Eso es lo que haría. Le expondría
su conflicto de intereses y le rogaría, en consecuencia, que le fuese permutado
el target con cualquier otro de sus
matones a sueldo. Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener quién le diera
matarile a quién?
*****
Tal
era de esperar de un gran tipo como él, de un patrón de la bonhomía y humanista
de provecho, El Inglés se mostró muy comprensivo con el dilema que azoraba a Jonás.
«Descuida, muchacho», le había dicho en tono paternal, «en breve te asignaremos
un nuevo objetivo». No era liviana la carga que el preboste le quitaba de
encima con dicha dispensa, aun cuando el alivio derivado de ella no le
impidiera naufragar en la idea trágica de que Tobías ya estaba sentenciado a
morir, cualquiera que fuese la decisión que él tomara. Viendo que nada había que
pudiese hacer para salvar la vida de este —o al menos así debió entenderlo
Jonás desde su experiencia con el entresijo de la banda—, se limitó a esperar. Nunca
habría imaginado que Tobías, un padre de familia triunfante y bien relacionado,
pudiera verse mezclado en los turbios asuntos del Inglés. Este infeliz cruce de
caminos mantenía a Jonás instalado en el baricentro que la incertidumbre, la
estupefacción y el abatimiento acotaban. En alguna medida le consolaba pensar
que la postura que había abrazado era la única que le permitía mantenerse fiel
a ambos bandos, apostando tanto por no morder la mano que le tendía el alpiste
como por no traicionar la lealtad que se le debe a un camarada. Cierto es que de
primeras sintió el impulso de ir con el cuento a Tobías para prevenirlo del
desenlace fatal que parecía aguardarle, pero una fuerza de inercia de la misma intensidad
y sentido contrario le obligaba a mantenerse fiel a la causa de su pagador. Transcurrieron
así cinco días antes de que Jonás volviese a tener noticia de la organización,
lo que sitúa de un plumazo el relato de los acontecimientos en la fecha del pasado
jueves, su día semanal consagrado al buen hacer de la cotorrera. El episodio final
de esta peripecia fue de la siguiente guisa: como de costumbre, Jonás abandona
su apartamento al filo de la anochecida y se dirige con paso tranquilo pero
decidido a las catacumbas del Club Papillón, esos cuartuchos infectos que él
tan bien conoce y donde una vez por semana Morgana le desvela destrezas genitales
que aún no hay enciclopedia de anatomía que se haya atrevido siquiera a
bosquejar. Esta vez Jonás se acuerda, al fin, de llevarle un viejo ejemplar de “La
Celestina” que le tenía prometido tiempo atrás, desde que ella cumpliera la
función de alcahueta intercediendo por él ante El Inglés. El trayecto,
ligeramente en descenso hacia la línea de costa, hace un recodo en el último
tramo para embocar la tenebrosa costanilla en que se ubica la entrada al Club. Cuando
llega a su destino no ve a nadie en los alrededores. Los pescadores duermen. Apenas
pueden intuirse un par de luces encendidas en las dependencias del primer piso
y un paisaje con mar al fondo espejeando brillos de luna. La calma chicha es invasiva.
Pasan tan solo unos segundos hasta que el silencio que lo envuelve todo es súbitamente
perturbado por el discurrir de unos pasos que se dirigen velozmente hacia el
lugar exacto en que él se encuentra. Al girarse sobre sus talones, Jonás identifica
inmediatamente la figura de Tobías apuntándole con una pistola “de la casa” al
entrecejo. Sin preámbulo alguno ni saludos ni hostias santas, el amigo comienza
a verter su retahíla con singular aplomo: «El Inglés te envía sus respetos. Ya
no eres persona grata a la organización. De nada nos sirven los blandos. No
pueden quedar cabos sueltos». Y, sin darle opción a la réplica, presiona el
gatillo con fabulosa entereza. Se trata siempre de matar o morir: imposible
concebir una alternativa intermedia para salvaguardar el pellejo.
*****
Aún
resonaba en el aire el eco de la detonación cuando otra onda acústica vino a
interponerse agitando a su paso las moléculas de pólvora quemada: «El Inglés te
envía sus respetos. No deberías andar jugando con menores de edad, menos aún
con la hija del que decide quién vive y quién muere en esta ciudad. Una raja
por otra». Y de entre las sombras, como un fantasma que aguardase el momento oportuno
para manifestarse, emerge una mano justiciera que le apuñala el bajo vientre sin
contemplaciones.
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