jueves, febrero 17, 2011

La calentura del celuloide VI: Más hielo

Kathleen Turner hizo su debut en el cine en 1981 encarnando a la irresistible femme fatal de una compleja urdimbre de obscenidades, engaños, chantajes, explosiones, infidelidades, suplantaciones y muertes orquestada (libreto incluido) por Lawrence Kasdan que se tituló Fuego en el cuerpo. El lector que conozca el film no se sorprenderá en absoluto por su título, poética traducción de Body heat, pues ya habrá experimentado en su pellejo el sudor acumulado de mil húmedos veranos, arritmias de lata fría de cerveza y ventilador, camisas con cerco en los sobacos y la espalda y palmitos pegajosos en apenas dos horas de metraje. Es esta la película en que Miss Turner, provocadora y sexual como nunca antes ni después, se hizo carne y acampó entre nosotros y se quedó para siempre en el recuerdo colectivo de los que nos hicimos mayores de edad en los gloriosos ochenta. También es esta la película en que Miss Turner se acomoda en un rodal de la alargada sombra que habían proyectado anteriormente las peligrosísimas Barbara Stanwyck y otra Turner rubia, Lana sin esquilar de la mejor oveja, sexo en estado de gracia (o desgracia en el caso de sus partenaires) en Perdición (desde entonces Barbara Stanwyck solo significó el sexo en el cine, diría Cabrera Infante, el Cain que no fue James) y El cartero siempre llama dos veces, respectivamente. Porque Fuego en el cuerpo es Cain (este sí es James) sin tapujos, con addendum de erótica noir y calor tropical que incontestablemente alagan el cuerpo entero de los protagonistas y el sur del ombligo de los espectadores: Deberías vestirte de otro modo, exhorta William Hurt a la Turner. Es una blusa y una falda, no es nada del otro mundo, replica ella. O quizás no tener ese cuerpo, sentencia finalmente el ingenuo abogado floridense interpretado por Hurt, que sucumbió por KO técnico en el primer asalto a los favores de la buscona. ¿Y quién no?

Hecho el deseo prisa y prisión, el ejercicio de seducción que plantea la primera parte del film es un elogio a la descubierta de la palabra, un verdadero duelo verbal en la cumbre entre los futuros amantes: Le hablaría de mis campanitas −dice ella aun a riesgo de que nuestras babas salpiquen su descarada presencia−. ¿Qué les pasa? En ese momento la tensión sexual es equiparable a la altura del mercurio que se adivina en la taberna de Pinehaven. Con el viento se mueven... y yo me lanzo a la terraza en busca de la brisa fresca. Y el termómetro y las braguetas acaban por restallar cuando ella dispara: Con el ajetreo me sube la temperatura a cien. Nada grave. Será cosa del motor. Él aguanta estoicamente la andanada: Precisarás una puesta a punto. Pero la suerte ya está echada: Y naturalmente tú tienes la herramienta justa. Puro sexo oral.

Y tras este prefacio literario que disparó todas las alertas, ahora sí el sexo carnal. Casi treinta años han transcurrido desde que Kathleen Turner fundase con Body heat el hot club de vamps del cine moderno. Tras ella varios nombres más han adquirido los derechos que otorgan una tarjeta de socio en tan distinguida organización, de entre los que pueblan los más húmedos rincones de mi memoria Theresa Russell por El caso de la viuda negra, Sharon Stone por Instinto básico o, más recientemente, una exuberante Elisabeth Shue de rompe y rasga con ligero toque Marilyn en Palmetto, así como la espléndida y esplendorosa madurez que Marisa Tomei luce en la última pieza del engranaje Lumet Antes que el diablo sepa que has muerto. Pero tú serás, Kathy, siempre la primera, y doquiera que estés en cualquier rincón plácido del Caribe sorbiendo daikiris lo que hoy escribo es un soplo de brisa para ti (y para que nunca muera en mi recuerdo el perverso titilar de tus chimes).

No es hora de hacer inventario.
Más hielo.
Me quemo por dentro.


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