miércoles, septiembre 18, 2013

La calentura del celuloide IX: Hedy, el orgasmo universal

Si digo Hedwig Eva Maria Kiesler probablemente nadie sabrá a quién me estoy refiriendo. Pero si en cambio me remito a su alias de guerra, Hedy Lamarr (o Lamarrvellous, como en justicia fue rebautizada por el departamento de publicidad de la Metro Goldwyn Mayer), en ese caso nadie dudará de quién hablo, entre otros méritos por ser portadora de uno de los más hermosos rostros del cine que es a su vez portador de la más vaporosa geometría del perfil y de los más profundos, enigmáticos, inquietantes e inquisidores ojos que nos ha regalado nunca una pantalla. Y si hace unas líneas he escrito "entre otros méritos" no lo he hecho arbitrariamente, pues Miss Kiesler era además propietaria, junto al pianista George Antheil, de una patente de control por radiofrecuencia de misiles teledirigidos (sabiduría heredada de su asistencia a largas tertulias sobre comercio de material bélico en las que participaba el que una vez fuera su esposo Fritz Mandl) que permitía burlar el sistema de detección de los radares enemigos mediante un sofisticado mecanismo de salto de frecuencias. No contenta con todo esto (y aquí llego al punto G de mi destino) fue ella la actriz que nos brindó, pornos incipientes aparte y dejando de lado los merecidos sobresaltos que provocó en Daughter of the gods el atlético cuerpo sin ropa de la nadadora australiana Annette Kellerman acortinado por una larguísima melena, el primer desnudo acreditado y el más temprano acto sexual, orgasmo incluido, desde que el cine se empeñó en ser cine y habitó entre nosotros. La película es del año 1933, la dirigió el checoslovaco Gustav Machaty (es evidente que ningún americano se habría atrevido a exponer el cuerpo in puribus de actriz alguna en pantalla ni a filmar planos de ella con tan explícita insinuación sexual y tamaña carga erótica) y, para colmo de humedades, llevó por título Éxtasis. Lo que vino a renglón seguido es fácilmente sospechable: el tío Sam prohíbe el film (y eso que es de la familia), el marido celoso Mandl inicia una cruzada particular para destruir todas las copias a su alcance y Pío XI, en aquel tiempo rector de la Iglesia Católica, amenaza al espectador potencial adscrito a sus designios con la excomunión. ¡El éxtasis! Y todo ello porque Loni, el enamoradizo caballo de la amazona Lamarr, responde a la repentina llamada del instinto (sexual también) y galopa a restregarse el hocico con uno de su especie sin importarle llevar sobre la grupa el atuendo de su dueña, quien entre tanto exhibiera libérrima su temprana desnudez refrescándose en el lago. No más la sirena del Danubio descubre que Loni anda trotando a sus anchas por los ranchos anejos comienza a perseguirlo por el bosque con desnuda impaciencia hasta que, cuando parece haberle dado alcance, el equino se vuelve a zafar de su presencia; y es entonces cuando se produce el primer instante mágico para las retinas del impaciente espectador: plano medio corto de la protagonista, apenas diecinueve abriles en canal floreciendo sobre su espigada figura, la piel clara irisando tonos de amanecer primaveral y unos pechos si menudos, erguidos, que desafían con solemnidad inaugural las ataduras morales de la época, apuntan al entrecejo de Hays, soliviantan los despachos y nos brindan el primer topless en luminoso black and white de la memoria histórica de la cinematografía comercial. Se ruega no olvidar.

Unas cuantas películas más tarde, capricho o no del azar, el preboste de la industria cinematográfica Cecil B. de Mille atavió el otrora cuerpo desnudo de la actriz con uno de los más espectaculares vestidos de la historia del cine para Sansón y Dalila, formado por 1900 plumas de pavo real cosidas a mano una a una y elegidas personalmente por el director de entre los pavos de su rancho. El yin y el yan fundiéndose en un abrazo indeleble.

Como algunos planos antes hiciese Loni, nuestra Venus emergente encuentra también esa mañana a uno de su especie con quien restregar el hocico, un obrero que consigue capturar al cuadrúpedo y devolverlo a su titular ropa incluida. Las primeras miradas que se dedican ya son harto elocuentes, aperitivo que anticipa el solemne momento de los postres y brasa poética de la mejor leña. Esa misma noche ella visita la casa de él y durante la desaforada tormenta que acontece (bien traída y hermosa metáfora: la naturaleza en plena eclosión eléctrica anticipando la de los cuerpos) se produce el segundo momento mágico del filme, se consuma el escándalo, los censores se ratifican en su gazmoña actitud, los clérigos vociferan contra el demonio de la carne (en salsa) y nace Emmanuelle cuarenta años antes de Emmanuelle: la cámara de Machaty hace cabriolas para atrapar el sublime momento del orgasmo con una colección de planos muy cortos sobre el rostro de la actriz hasta alcanzar la expresión más sentida, la menos fingida, la crecida de la sangre, la comunión de los cuerpos, el ceremonial de la convulsión final... que, según se rumoreaba por los mentideros cinematográficos de la época, el realizador solo pudo conseguir estimulando con un alfiler las primaverales e inquietas nalgas de Hedy. Lo dicho: ¡El éxtasis!



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