jueves, octubre 31, 2013

La calentura del celuloide X: El baile de los monstruos


En la primera página del exhaustivo catálogo de soledades que es Monster's ball (Marc Forster, 2001) pueden vislumbrarse las más angustiosas miserias del verdugo, las ruinas morales sobre las que se asienta la mano ejecutora: aquella que sujeta las correas a los brazos de la silla y acciona la fatídica palanca. Al pasar página se impone el desamparo que acompaña a la ancianidad intransigente e incapacitada, la desidia y el abandono al margen. A pie de página una breve nota informa sobre el desaliento de una madre negra que lucha con entereza contra las miradas racistas y contra las adversidades que le impiden hacer frente al pago de su vivienda, así como a una educación conveniente para un hijo sin padre entregado a la televisión y las chocolatinas. Las páginas siguientes apuntan el odio, el desvalimiento y la muerte: la muerte de los hijos, un episodio que aboca a los progenitores que los sobreviven al más crudo nihilismo. El epílogo hace que confluyan dos almas amarradas a la angustia vital de los perdedores, dos almas que se atenazan la una a la otra en el hálito último para conseguir confundir la supervivencia con la vida. Pero aquel par de almas deambulantes van vestidas con cuerpos apetecibles que humean por todos sus orificios, en busca de una vía de escape que conjure el devenir de sus maleficios. Esos cuerpos son los de Halle Berry y Billy Bob Thornton entregados al abrigo de un coito monumental (sin pensarlo mucho, creo que no he visto uno mejor en el cine) que transcurre al ritmo de los sonorosos acordes de la sinfonía del silencio.

Unas copas de más y unas lágrimas de menos sobran para arrastrar a la divina Halle hacia la parcela íntima de Billy, que apenas en los más umbríos momentos sí llegó a conocer las prietas carnes de la prostituta Vera, alterando sus destinos en proporciones insospechadas. El alcohol en pugna con la impotencia y la melancolía, improvisado cóctel molotov que no sale del regate y, en el colapso, envida a la necesidad de ser amada con amplia ventaja en el juego, un pecho abandonado a la intemperie buscando el desconcierto inopinado del contrincante y a volar sin paracaídas, a gozar del vértigo viscoso del viaje en picado de dos puñados de miserias en conjunción copulativa.






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