sábado, noviembre 09, 2013

La calentura del celuloide XI: El Niño pesca en Río revuelto


Es ardua tarea la de pretender describir al polifacético Howard Hughes. En pocas y mal pensadas palabras podría decirse que fue hombre de cine y de ciencia, ejecutivo, productor y realizador, inventor, multimillonario esquizofrénico, piloto e ingeniero aeronáutico autodidacta; y fue también quien, para conferir solemnidad a un currículum vítae envidiable, llevó a la deriva el barco de la RKO. Entre otros muchos artilugios Hughes diseñó el precursor del wonderbra, que sorprendentemente empleó para realzar las ya exuberantes mamas de Jane Russell, de quien llegó a decirse podía transportar una bandeja llena de vasos con las manos atadas a la espalda. El forajido es un filme producido y dirigido por Hughes en 1943 en el que se narran, abusando de su apuesta estética kiss-kiss-bang-bang y  de un tono ridículamente socarrón y despreocupado, las peripecias del outlaw Billy el Niño (Jack Buetel), el sheriff del condado de Lincoln: Pat Garrett (Thomas Mitchell), la vieja leyenda del Oeste Doc Holliday (Walter Huston), su hermoso caballo bayo y su no menos hermosa yegua Río (Jane Russell). Precisamente el personaje encarnado (nunca mejor dicho) por la Russell es uno de los varios ingredientes que otorgan a este filme un carácter de western genuinamente atípico. Más cercana al estereotipo de la femme fatal del incipiente cine negro que acababa de inaugurar Mary Astor con su sombrío papel en El halcón maltés, su sola presencia lasciva, erotizante y salvaje impregna cada encuadre de un insano peligro latente. De belleza turbia y arrebatadora, mirada indómita que atraviesa el aire como puñales haciendo sangre en cada molécula de gas y un desafiante busto de pechugas prietas capaces de hipnotizar al mismo Houdini, solo equiparable al desordenado apetito que luego desató la carnalidad morena y selvática de Jennifer Jones en su no menos atípico Duelo al sol con Gregory Peck, a la inaudita Río le faltó exclusivamente el cigarrillo asomando por la comisura de los labios para convertir sus escenas en clichés del más sobrecogedor noir.

El descomunal triunfo comercial del filme y el éxito fulgurante de la recién nacida revista Playboy encendieron las luces a los jerifaltes del celuloide, quienes empezaron a vislumbrar la potencia del arma que tenían entre manos para plantar cara al avance inexorable de la televisión: la explotación de la sexualidad femenina, el erotismo como señuelo, el enorme reclamo que podía suponer una enorme delantera en una enorme pantalla. Comenzaba así la fugaz época dorada de las cárnicas Russell, Mansfield y Van Doren en el cine.

La presentación del personaje de Río en la famosa secuencia del pajar, tiroteando al Niño con la intención de saldar una vieja deuda con el pasado, apunta ya el escenario dramático en que se desenvolverá el resto del filme, pues bien sabido es por todos que cualquier historia de amor que se precie ha de nacer de las brasas del desprecio. Desde ese momento Río es una caricatura de Jekyll y Hyde en su actitud para con el forajido, ora vesánica e insidiosa ora musa de la misericordia, sin llegar nunca a comprenderse bien el porqué. Acaso una atracción neutralizante estuviese surgiendo hacia él desde las simas de su corazón, acaso ella no pudiera consentir un gatillo ejecutor que no fuese el que su dedo apretara. El caso es que tras el incidente del pajar, del que el pistolero sale milagrosamente ileso, algunas secuencias más tarde resulta herido de bala en una refriega con Pat Garrett y es acogido por su amigo Doc Holliday en la cabaña en que sus huesos reposan, oh sorpresa, con Río. Doc deja a Río a cargo de las atenciones a un maltrecho, algo más muerto que vivo, Billy el Niño y marcha en busca de la cuadrilla del sheriff Garrett para disuadirlos (a tiros, cómo iba a ser si no) de la obstinada persecución que habían iniciado. Sorprendentemente los cuidados que la chica ofrece al moribundo son ejemplares, dejando tras de sí un atisbo perentorio de eso que los cardiólogos acostumbran a llamar enamoramiento cuando la patología no responde al tratamiento. La catarsis sobreviene cuando el convaleciente parece registrar temperaturas tan bajas como las que acompañan a la muerte, que ni las piedras calientes consiguen refrenar. Es entonces cuando el ciclón Russell, sin más explicaciones, sin titubeos, insobornable, sin más evangelio que su turgente silueta, insta a la tía Guadalupe a abandonar la dependencia en que vegeta el forajido mientras comienza a despojarse imperturbable de los panties y las sandalias, con una firmeza de espíritu digna de sores, ante la atónita mirada de la tía y del espectador.

     −Sal de aquí y cierra la puerta.
     −¿Por qué?
     −Sal de aquí.
     −¿Te has vuelto loca?
     −Puedes traer al cura mañana por la mañana si eso hace que te sientas mejor. ¡Vete de aquí!

Acto seguido gira su torso ubres en ristre hacia el paciente, que dicho sea de paso (y valga la paradoja) debía andar ya bastante impaciente y algo más repuesto de sus fríos corporales a tenor de lo expuesto, y con la caldera de su sexualidad a todo trapo le susurra:

     −No vas a morirte. Yo te calentaré.

Entonces se cierra la puerta. Qué no habría dado yo, ante semejante arrebato escoptofílico, por haber presenciado a la zaga de alguna miserable rendija, al más puro estilo Stewart en La ventana indiscreta, lo que allí pudo acontecer. Afortunadamente, imaginación no me falta.



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