Tal como yo lo imaginaba,
un laboratorio farmacéutico debía ser algo parecido al gabinete
clandestino de la lavandería de Breaking Bad, con todos esos
armatostes siempre dispuestos para librar la guerra química, pero a
lo bestia. Se me antojaba una de esas naves cuadrangulares de techo
alto que, erigida entre concesionarios de automóviles y outlets
de muebles de jardín, conforman la primera línea de batalla de
algún polígono industrial situado en el extrarradio de la ciudad.
Y, al frente de la mole de hormigón, avizora y luminosa, la
serpiente afín al gremio atornillando con su sinuosa feminidad el
cáliz contenedor del antídoto. Lo que a su vez quería significar
que, si el empresario decidiese cualquier día reorientar el negocio
de los medicamentos hacia los andurriales del lenocinio, bastaría
solamente con reorganizar las letras que configuraban el nombre de la
marca sobre el frontispicio, BOLDICH PONCE S. A., para convocar a
la machada bajo el reclamo alternativo −incluso
puede que sugerente de más; artístico, en todo caso−
de BICHAS DEL COPÓN. Anagrama, creo que lo llaman los que saben
qué es un anagrama.
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