lunes, marzo 10, 2014

Tragos y palabras


Nunca he sido muy dado a las resurrecciones, como bien sabe quien bien me conoce de mi paso por este mundo de muertos, ni en el sentido literal ni en el figurado. Y si me viera en necesidad de elegir alguna, cosa poco probable, rescataría del olvido la de Lázaro, el de Betania, un episodio bíblico revestido de una hondura poética extraordinaria, previo a la cumbre épica que supone la del propio Jesucristo. Por lo demás, ni el proclamado regreso del agente 007 en Carta blanca (Jeffrey Deaver) ni la anunciada reencarnación del detective belga del mostacho cuidado y  la cabeza de huevo, Hercules Poirot, de la pluma de Sophie Hannah, han conseguido despertar mi apetito literario ni acaso un atisbo de emoción menor. Tampoco, en el ámbito cinematográfico, me arrastró a las salas la idea de hacer retornar a la vida a la teniente Ripley en Alien: Resurrección (Jean-Pierre Jeunet, 1997), en el pellejo de Sigourney Weaver cuyo personaje, dicho sea de paso, está también llamado a resucitar en Avatar II; ni siquiera las cotizadas reapariciones de Freddy Krueger en todas las secuelas de Pesadilla en Elm Street. En definitiva, podría decirse que soy más partidario de dejar que los muertos en el sentido literal tanto como en el figurado descansen en paz. 

Pero he ahí que, 56 años después de la publicación de Playback, última novela de Raymond Chandler protagonizada por Philip Marlowe, y dejando de lado la contribución que Robert B. Parker hiciera a la obra póstuma La historia de Poodle Springs y su fallida, en opinión de la crítica del momento secuela de El sueño eterno, que dio en titular Perchance to dream (y que, hasta donde alcanza mi conocimiento, no está traducida al castellano), he ahí que, iba diciendo, un escritor sexagenario de origen irlandés asume el riesgo, en connivencia con editores y herederos del autor original, de reabrir la oficina de Marlowe en la sexta planta del edificio Cahuenga, en Hollywood Boulevard, para que una rubia alta y delgada, de nariz aristocrática, con ojos negros y profundos como un lago de montaña, hombros anchos y elegantes caderas, inunde de inquietud y algo parecido a Chanel nº 5 la dependencia. Y el material que Benjamin Black (seudónimo de batalla de John Banville, nombre que empieza a ocupar silenciosamente las listas de candidatos al Premio Nobel de Literatura) entrega es algo que traspasa con creces las lindes de la mera corrección, alcanzando inexploradas cimas de brillantez en la matizada construcción de los personajes tanto como en la sugerente prosa que los delinea, a la vez indómita y precisa, y exhibiendo una capacidad mimética sorprendente para enlazar con la obra previa y el estilo inconfundible de 'pal' Chandler.   

La atmósfera que envuelve a La rubia de ojos negros es íntimamente urbana, tanto así que se hace inimaginable el andamiaje formal de la narración sin esa estrecha conexión que la vincula a los arrabales de Santa Monica, Hollywood Hills  o Bay City; al viejo Oldsmobile del fisgón chandleriano recorriendo con nocturnidad y alevosía las tenebrosas calles de Los Angeles; y a los gimlets ese cóctel que «tiene que ser saboreado lentamente o te golpea como una carga de profundidad» en Victor's y Barney's Beanery, la cerveza en Lanigan's o los vodka martini en el Ritz-Beverly. Ambientada en los primeros años 50, como queda circunstancialmente atestiguado en distintos puntos de la novela («Estaba tan nervioso como una quinceañera de camino a su primer concierto de Sinatra»«[…] en la pantalla apareció un tráiler de La novia del gorila, con Lon Chaney y Barbara Payton de protagonistas», o bien: «Cuando llamaste, Sugar Ray estaba utilizando a Joey Maxim de bayeta para limpiar el suelo»), la historia que hilvana Banville/Black no solamente nos devuelve a un Marlowe perfectamente identificable (a saber, la pasión que profesa por el ajedrez, su inclinación hacia la poesía, un código ético inviolable o ese abandono ritual al consumo de gimlets), sino que adentra además al detective en un pandemónium característico de engaños, palizas, muertes, inesperados reencuentros, enredos, enigmáticas mujeres y matones de vía estrecha. Todo muy negro, desde el Black firmante hasta los cigarrillos Black Russian ensartados en boquilla de ébano que Clare Cavendish sostiene entre sus dedos, delgados pero fuertes. Y todo subordinado a un ritmo narrativo que bordea la excelencia puro noir vintage, puro Chandler, pura mitología trágica y, por si aún fuera poco, a la recuperación de algunas de las más peligrosas relaciones inauguradas en El largo adiós.    

De modo que, siguiendo los consejos de nuestro Garci para preparar un buen gimlet, únicamente has de trocear un par de limas en 8 partes y machacarlas en la coctelera; añadir luego un chorrito de Rose's y dejar reposar la mezcla al menos 15 minutos; para después rellenar la pócima con la cantidad oportuna de Rose's hasta que este ocupe 1/3 de la medida total del experimento y completar el preparado con 2/3 de ginebra; bastará finalmente con agregar el hielo y un poco de nostalgia al batir la coctelera. Ya solo tienes que acomodarte en tu butaca favorita y empezar a leer con deleite, paladeando simultáneamente tragos y palabras: «Era martes, una de esas tardes de verano en que la Tierra parece haberse detenido»





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