miércoles, noviembre 13, 2013

La calentura del celuloide XII: Sigourney Ripley


La pugna desigual y artificiosa que tradicionalmente ha enfrentado a bella contra bestia ha sido motivo de un sinfín de reflexiones con moralina ("la belleza está en el interior" y otros epitafios de similar jaez) y contribuciones estéticas de muy diversa índole en el terreno de la imaginería cinematográfica. Desde La bella y la bestia onírica y surrealista del Cocteau poeta al musical de animación homónimo de la factoría Disney, pasando por las precarias persecuciones subacuáticas de La mujer y el monstruo de Jack Arnold, el embeleso de King Kong por las rubias (Fay Wray seguida de Jessica Lange y Naomi Watts) y el fascinante duelo poético entre niña y homúnculo en El doctor Frankenstein de Whale, los planteamientos argumentales que apuntan la desprotección femenina como foco de obsesión sexual de un desaforado monstruo se han resuelto típicamente indagando en los estrechos reductos psicológicos del sentimentalismo, la ternura o la capacidad de erotización que exhibe la bestia, los cuales han dado (casi) siempre cuartel a la bella y sus secuaces para disponer un final halagüeño que no perturbara las convicciones del espectador de la época, inmerso en una sociedad gazmoña que nunca habría aceptado tipo alguno de truculencia enlatada en sus ratos de evasión.

Pero hay uno de esos metafóricos combates entre bella y bestia que añade a los tópicos del "género" un ingrediente especial. Corría el año lunar 1979 cuando se estrenó Alien, el octavo pasajero. Podría decir a renglón seguido que se trata del film que encaminó hacia la gloria los pasos de Ridley Scott, pero este más que ningún otro −solo hay que ojear los storyboards− es un film de mucha más gente, pues su asombrosa estética final le debe un potosí a artistas de la talla de Hans Rudi Giger, responsable del diseño del engendro biomecánico (inspirado en su obra Necronomicon) que se oculta en los canales de ventilación de la nave, o del ilustrador parisino Jean Giraud/Moebius, diseñador de los sofisticados trajes espaciales de los tripulantes de Nostromo. El caso es que, como si se tratara de los negritos de Agatha Christie, de los valientes de Custer en Little Big Horn, de las sufridas damas del gallo o de una brigada de lanceros en primera línea de fuego, van cayendo uno a uno de los astronautas ante la ineficacia de las estrategias que pergeñan para combatir al maligno, hasta que únicamente sobreviven un gato y la teniente Ripley, estelar Sigourney Weaver. Es este el momento en que comienza a prepararse el duelo final entre la mujer y el monstruo y nadie más que ellos dos, bella y bestia solos a la fatídica hora del high noon. Sin embargo los guionistas no lo tuvieron tan claro desde el principio, pues el personaje de Ripley estaba destinado a un papel masculino −se comentaba que sería para Paul Newman− dejando a Veronica Cartwright como única representante femenina de la tripulación, lo que descompensaba palpablemente el equilibrio entre géneros: cinco hombres, una mujer, un androide varón y el felino, por lo que finalmente los productores debieron presionar para que el teniente fuese mujer. Fue así que finalmente se le ofreció el papel a Sigourney Weaver, después de que la actriz Meryl Streep lo rechazara (afortunadamente: cuestión de gustos) en primera instancia.

Cuando la protagonista consigue escapar no sin dificultades en el módulo de rescate después de haber sacrificado Nostromo para destruir al alien y todo parece ya en calma... Ripley se dispone a hibernar durante el largo recorrido de vuelta a la Tierra, para lo que se despoja rutinariamente de su uniforme −dejándonos admirar un imponente cuerpo atlético como, dicho sea de paso, no podía ser menos tratándose de una experimentada astronauta− y ultima las tareas de la nave con solo una sucinta camiseta de tirantes que apenas esconde su ombligo y unas bragas de talle bajo, años 70, que a lo largo de varios planos −ora en posición vertical manipulando no sé qué maquinaria, ora de espaldas en ángulo agudo oprimiendo no sé qué pulsadores− nos mantiene absolutamente hipnotizados en la butaca en diletante (y a la vez agónica) espera del momento de comprobar satisfechos, como una madre con hijos en edad adolescente, que Sigourney ha regresado ya a casa y descansa ajena a los peligros que acechan en el (espacio) exterior.

Es entonces cuando advertimos que Ripley no está sola en la nave de salvamento; que, del otro lado de un viscoso rastro de babas, vigila su sombra un viejo compañero de batalla. Ripley, desvestida para la ocasión y tan desarmada como llega Johnny Guitar al café de Vienna, poco puede hacer para salvarse. Pero su cerebro reacciona ágilmente ante el miedo y consigue ocultarse sigilosamente de la desagradable presencia del mutante  −inmóvil, como una parte más del decorado del compartimento en que cuelgan los trajes espaciales−, a la vez que se va enfundando la "armadura de gala" muy lentamente, sin más ruidos que los de su convulsa respiración, incluso la escafandra, dispuesta a una lucha final −como mandan los cánones− entre la inteligente bella y la furiosa bestia. En un instante cruel pasamos de verla embutida en un improvisado pijama de dos piezas, que insinúa unas líneas que habrían desconcertado al mismísimo Boticelli, a adivinarla en el interior de un desmerecedor disfraz galáctico. Ahora solo tiene que salir a escena, atraer la atención del monstruo y, en el momento más oportuno, abrir la escotilla más oportuna para que este pase a engrosar las nóminas del polvo de estrellas... Y ella, de una maldita vez, pueda conciliar el sueño eterno de la bella durmiente hasta que otro apuesto príncipe, que a bien tendría ser James Cameron, venga a redimirla.





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